La reforma laboral aprobada por el Congreso de Brasil, significa la virtual derogación de toda la legislación laboral existente, incluida la ley de 8 horas. La reforma da valor legal a los acuerdos negociados por rama o por empresa “aunque no se ajusten a la normativa vigente” (Página 12, 11/7). Habilita entre otras cosas a jornadas de trabajo de 12 horas (sin pago de horas extras) o incluso la “jornada intermitente”, dejando la vida del trabajador totalmente a merced de las necesidades de la empresa.
La ley, impulsada por el golpista Temer y el ex presidente Fernando Henrique Cardoso, obedece a los requerimientos de las cámaras empresariales. Con el pretexto de la creación de empleos, impulsan una mayor esclavización de los trabajadores, para aumentar sus ganancias.
Las acusaciones de corrupción contra Temer (y contra los principales dirigentes del PMDB) vienen a demostrar que el desplazamiento de Rousseff, que tuvo como pretexto las denuncias en su contra, obedecía en realidad a un cambio de frente de la burguesía industrial paulista, que le bajó el pulgar cuando la presidenta fue incapaz de imponer un ajuste en regla contra los trabajadores.
Temer intenta demostrar que, pese a la fragilidad de su gobierno, sí es capaz de imponer ese ataque a los derechos laborales y jubilatorios. El juicio contra Lula aparece en medio de la aprobación de la reforma laboral y las denuncias contra Temer, lo que no puede ser casual, sobre todo teniendo en cuenta que pese al tiempo transcurrido las acusaciones del fiscal parecieron totalmente endebles e improvisadas.
El PT y la CUT no enfrentaron el golpe. Poco después de la destitución de Rousseff, se pusieron a negociar la presidencia de ambas cámaras parlamentarias, que son importantes porque están en la línea de sucesión en caso de caída de Temer.
El conjunto del régimen político apuntó a cerrar toda investigación en torno a Petrobras, ya que están todos implicados en un esquema de coimas y financiamiento de los partidos por las empresas que contratan con el Estado. La CUT no hizo más que algunos paros aislados frente a la reforma laboral. Toda la orientación de Lula y el PT apunta a dejar culminar el mandato de Temer, para disputar en las elecciones de 2018. Mientras tanto, los trabajadores sufren un ataque brutal a sus conquistas y condiciones de trabajo.
La bancarrota del lulismo tiene un alcance internacional. No hay que olvidar que el PT fue el que convocó el “Foro de San Pablo”, en el cual se reunían las corrientes de izquierda que se integraban al régimen capitalista y se preparaban para ser gobierno. La corrupción del PT no fue episódica, sino “la única manera de gobernar Brasil”, según dijo Mujica citando al propio Lula. Ahora que Chomsky los critica por ser incapaces de terminar con la corrupción y la dependencia respecto a las materias primas, los líderes centro-izquierdistas deberían confesar que nunca intentaron superar ninguno de esos males endémicos. El Foro de San Pablo se propuso gobernar en el marco de los acuerdos con el FMI, sin tocar el latifundio ni los intereses de la banca internacional. No en vano, el actual ministro de Hacienda del golpista Temer (el banquero Henrique Meirelles) fue presidente del Banco Central desde 2003 a 2011, es decir, durante gran parte del gobierno petista.
La reforma laboral de Temer (y la pretensión de imponer una reforma previsional igualmente confiscatoria de los derechos de los trabajadores) será utilizada por las cámaras patronales en toda América Latina como un ejemplo. Argumentarán que para poder competir con la producción de Brasil será necesario igualar las condiciones, imponiendo una flexibilización laboral en cada país.
Los gobiernos y partidos de centro-izquierda han demostrado hasta el hartazgo que son una variante de los mismos intereses capitalistas, y no un instrumento de movilización popular ni de transformación social.
Para enfrentar el ajuste, es necesario un movimiento obrero independiente de las distintas variantes capitalistas, que luche por un gobierno de trabajadores.