Hace dos semanas al fin se estrenó All of us strangers (“Todos somos extraños”), peculiar film centrado en tan sólo cuatro personajes, protagonizado por Andrew Scott, Paul Mescal, Jamie Bell y Claire Foy.
Sin duda estamos ante la obra maestra del director británico Andrew Haigh, muy conocido en el cine gay o queer por la serie Looking de HBO, pero que sobre todo nos había gratamente sorprendido con su película intimista Weekend.
En este caso después de mucho tiempo de ansiosa espera, la película que ya se había estrenado en Europa y Estados Unidos en diciembre del año pasado, recién llegó a las salas del cine uruguayo a fines de marzo pasado, pero para mi neurosis obsesiva fue mucho tiempo de aguantarse y no pude resistir la tentación de cometer uno de los sacrilegios más extendidos pero menos confesados: ver una película que vale la pena en servicio de streaming antes que seguir aguardando dos semanas más para su reproducción en la gran pantalla.
En mi defensa sólo puedo alegar que la espera desde que vi el primer tráiler el año pasado fue demasiado larga, y mi fuerza de voluntad fue socavada por una excesiva expectación, fruto de la ansiedad de estos tiempos que muchos padecemos.
La vivencia estética y emotiva sin embargo no terminó ahí, sino que sentí la necesidad de socializar la experiencia más allá de la tibia recomendación a otras personas, por lo tanto me vi en la obligación de forzar a mis amigos a verla, tres de ellos aceptaron (o más bien no les quedó alternativa), sabiendo que me exponía al escrutinio de su juicio más exigente de lo normal fruto de mi irritante persistencia.
Al salir de la sala, más allá de algún cuestionamiento aquí y allá, para mi alivio espiritual el consenso general dictaminó que no fue una pérdida de tiempo, algo no menor ya que muchas veces ir al cine resulta decepcionante, y sobre todo uno no quiere decepcionar del todo a la gente que ama.
Entre los fantasmas del pasado y los muertos del presente
Con este artículo, lo que menos queremos es “spoilear” una película que aunque se defiende en un plano general por la temática que aborda y por la estética que construye para dialogar con el espectador, sin embargo necesariamente preferimos reservarnos algunos giros importantes de la trama, no sólo por evitar desalentar a su potencial audiencia, sino porque en última instancia, queremos sugerir antes que nombrar el profundo drama espiritual que representa la pieza de Haigh.
A pesar de que vamos a intentar embarcarnos en una reseña lo más dignamente posible de la película, debemos aclarar que aún estamos bajo los influjos del complejo de Stendhal (*), puesto que hace tiempo venimos rumiando y buscando las palabras para describir una obra que sólo podemos catalogar de aquel extraño género de lo “inefable”, o por lo menos para quien escribe, a quien las palabras dignas y justas le son elusivas en esta ocasión; igual hagamos el intento, para no defraudar a nuestros lectores.
La película de Haigh está basada en la novela homónima del escritor japonés Taichi Yamada, y que ya había sido adaptada al cine en el año 1988.
En este caso el planting narrativo se centra en el personaje de Adam, un escritor de guiones para televisión que vive sólo en un apartamento y que empieza a viajar a la vieja casa de sus padres en las afueras de Londres, fallecidos cuando Adam tenía doce años, la propuesta de la película nos sumerge en un viaje onírico de reconstrucción y de reencuentro entre el Adam de la actualidad de unos cuarenta años y sus padres.
En cada visita Adam dialoga con ellos de su vida, aquellas cosas que por su temprana edad al quedarse huérfano no pudo compartir, los sentimientos desoladores después de la muerte de ambos, su orientación sexual y hasta les cuenta con quien está comenzando una relación, su vecino Harry.
La relación entre Adam y Harry es la otra trama importante de esta historia, en este sentido la película alcanza los mayores logros de verosimilitud, al representar con fina sensibilidad el relacionamiento entre dos personas gay desde el primer encuentro hasta el enamoramiento, pasando por el sexo y lo momentos de ternura e intimidad más hermosos y cautivantes.
Hasta aquí llego con lo que me animo a contarles de la trama y el argumento de la película, el resto tendrán que averiguarlo por ustedes mismos.
Haigh nos sumerge en un viaje onírico por momentos vertiginoso, por momentos más calmo, con diálogos sobrios pero de una profundidad psicológica y espiritual que tienen como resultado un guion donde no sobra ni una coma, y donde la literalidad de los diálogos se torna metafórica y viceversa.
Además la fotografía y la música que ponen color y sonido a esta historia de amor, por momentos nos retrotraen a la década de los ochenta, que es el período en el que transcurrió la niñez de Adam junto a sus padres, antes que estos fallecieran en un accidente automovilístico.
Ahora bien, el tema central Todos somos extraños es sin lugar a dudas el amor, elemento ineludible de toda gran obra de arte, presente junto a la muerte como los dos pilares de la literatura y el cine a través de la historia de la cultura occidental.
Podríamos ser inducidos al error de creer que la necesaria contracara de la temática del film es la soledad, por más que su presencia es incontestable, luego del final y de exhalar en nuestras butacas, incluso es natural que nos invada una profunda sensación de desasosiego, después de haber derramado incluso algunas lágrimas.
Sin embargo, una segunda o tercera relectura nos invita al esfuerzo de pensar más allá de los artilugios fantasmagóricos del viaje onírico y en una comprensión más profunda del significado de esta película, a nuestro entender el poder del amor, que no sólo nos une con los vivos, sino que redime a los fantasmas de nuestros muertos.
* El síndrome de Stendhal puede catalogarse como una enfermedad psicosomática que causa un elevado ritmo cardíaco, felicidad, palpitaciones, sentimientos incomparables y emoción cuando el individuo es expuesto a obras de arte, especialmente cuando estas son consideradas extremadamente bellas.