La voz airada de la jovencita -a quien se le notaban los moretones de una golpiza policial reciente- sacudió a los más de 3.000 trabajadores, mayoría de mujeres, que se agolpaban, esa tarde fría del 22 de noviembre de 1909, en el aula magna de la universidad Cooper Union de Nueva York.
“He escuchado a todos los oradores y no me queda más paciencia. Soy una mujer trabajadora golpeada por condiciones intolerables. Estoy cansada de escucharlos hablar en términos generales. Las que estamos aquí queremos decidir si habrá huelga o no. Hago una moción para llevar a cabo una huelga general.”
Clara Lemlich Shavelzon no pidió la palabra, simplemente avanzó hacia el estrado e interrumpió a viva voz, en idisch, los discursos de los burócratas sindicales que desalentaban una huelga general en apoyo a las obreras textiles que ya estaban en conflicto y habían sido despedidas y reprimidas.
Y la multitud rugió.
Esa adolescente de cara redonda era migrante y judía -como la mayoría de las jóvenes presentes. Había llegado a Nueva York seis años antes, desde Ucrania, huyendo de los pogroms. En 1909 ya era una activista reconocida de la Unión Internacional de las Mujeres Trabajadoras de la Ropa (International Ladies’ Garment Workers’ Union), el sindicato que agrupaba sobre todo a obreras judías.
Clara Lemlich
En Nueva York había más de 500 fábricas textiles que producían cincuenta millones de dólares en mercancías anualmente. El 70 por ciento de sus trabajadores eran mujeres y ganaban un 30 por ciento menos que sus compañeros. La llegada de la máquina de coser industrial había agudizado la explotación: los patrones exigían el doble de producción, a destajo. Ganaban menos que sus compañeros y trabajaban unas 56 horas semanales pero en la época de mayor demanda la jornada podía extenderse hasta el amanecer y alcanzar las 80 horas, sin pago de horas extras. Si la prenda no estaba perfecta eran multadas. Quienes llegaban tarde o se demoraban en el baño eran castigadas, las que faltaban los domingos podían darse por despedidas. En muchas empresas, las obreras pagaban el alquiler de la silla, la electricidad que consumían las máquinas de coser y tenían que aportar las agujas y otras herramientas. Trabajaban bajo llave. La puerta de salida estaba bloqueada y solo se abrían con autorización del capataz. En un ámbito totalmente inflamable, los incendios eran tan frecuentes como la muerte de las obreras que quedaban atrapadas (lo que explica la confusión sobre el origen del 8 de marzo).
Desde hacía varias semanas, algunas fábricas grandes -Rosen Brothers, Leiserson y Triangle, la más importante- estaban en conflicto: las obreras habían parado por mejores salarios, reducción de la jornada y contra el acoso sexual de los capataces. La respuesta había sido despido y represión. Lemlich trabajaba en Leiserson y militaba en el Partido Socialista.
“Había llegado su día”
El sindicato había previsto que se unieran a la huelga unas tres mil personas, pero rápidamente sumaron más de 20.000 que inundaban las asambleas y locales sindicales. Cada día se afiliaba un millar de nuevos miembros a la Unión Internacional de las Mujeres Trabajadoras de la Ropa (International Ladies’ Garment Workers’ Union-ILGWU). Algo vertiginoso en un país donde las mujeres eran un tercio de la mano de obra pero solo una de cada 100 afiliados. Otro rasgo de la insurrección de las 20.000 fue que las mujeres negras -que eran excluidas de las organizaciones sindicales como la AFL- participaron activamente de la huelga, “que se prolongó durante todo el invierno a pesar de la policía, los esquiroles, los arrestos y la cárcel”.
Otra activista, Pauline Newman, recordaba años después el comienzo: “Miles y miles de obreras abandonaban las fábricas, bajando hacia la plaza Unión. Era noviembre y no teníamos abrigos de pieles para calentarnos pero teníamos un ánimo que nos impulsaba hacia adelante… Aún puedo ver a la gente joven, mujeres en su mayoría, caminando sin importarles lo que pudiera pasar… hambre, frío, soledad… ese día concreto no les importaba, había llegado su día”.
Los dueños de los 20 mayores talleres se organizaron y contrataron policías, matones y carneros para romper los piquetes y las asambleas obreras. “En el primer mes de huelga, 723 niñas y jovencitas fueron arrestadas, 19 enviadas a reformatorios”. Algunas no habían cumplido los 10 años. La justicia cerró filas con la patronal: “Estás en huelga contra Dios y la Naturaleza, cuya ley es que el hombre ganará su pan con el sudor de su frente. ¡Estás en huelga contra Dios!”, imputó uno de los jueces a una piquetera.
El ala izquierda del movimiento sufragista acompañó los piquetes, las obreras judías -muchas militantes del partido socialista judío de Polonia y Rusia, el Bund- también participaban de las organizaciones por los derechos políticos. En Nueva York, esas trabajadoras “representaban el núcleo de la National American Woman Suffrage Association”. Pero incluso mujeres acaudaladas, lideradas por Frances Perkins, Ann Morgan y Alva Vanderbilt Belmont, ayudaron a pagar las fianzas y aportaron al fondo de huelga, conmovidas por las centenares de adolescentes golpeadas por la policía y los esquiroles, y enviadas a reformatorios.
La huelga se extendió a 15.000 obreros y obreras textiles en Filadelfia y a ciudades más chicas. Incluso carneras contratadas para reemplazar a las huelguistas por la fábrica Triangle Shirtwaist, una de las más importantes, se retiraron. Los medios y la población simpatizaban con los jóvenes migrantes es huelga.
A fines de enero, la patronal entendió que había perdido la guerra de la opinión pública y que las obreras estaban preparadas para continuar durante la temporada de moda. Después de dos semanas de intensas discusiones, el 15 de febrero, más de 300 fábricas firmaron con el sindicato un “Protocolo de paz”. Los patrones aceptaron reducir la semana laboral a 52 horas, aumentar los salarios y admitir 4 días feriados legales pagados. Los empleados ya no estaban obligados a suministrar las herramientas. Un comité conjunto negociaría los problemas a medida que surgieran. Sin embargo, las empresas se negaron a aceptar el control sindical sobre los ingresos y no se comprometieron a que los trabajadores sindicalizados recibieran el mismo trato que los demás. Lemlich y muchas otras fueron incluidas en la lista negra de quienes no volverían a trabajar en la industria textil.
Obreras y sufragistas
Varias dirigentes de la huelga eran también activistas del movimiento sufragista y sostenían una relación directa entre los derechos políticos y los derechos laborales: “El fabricante tiene voto, los jefes tienen voto, los capataces tienen voto, los inspectores tienen voto. La mujer trabajadora no tiene voto. Cuando la mujer pide un lugar de trabajo limpio y seguro, los oficiales ni escuchan. Cuando pide no trabajar tantas horas, ellos no escuchan. (… ) No se consiguen condiciones justas. Por eso la mujer trabajadora debe poder votar”, predicaba Lemlich en una campaña por el voto femenino.
Lemlich, Newman, Leonora O’Reilly y Rose Schneiderman, todas cercanas al Partido Socialista, tuvieron un paso -en varios casos fugaz- por el movimiento sufragista. Lemlich y sus amigas fundaron la Liga sufragista de las Asalariadas (Wage Earne’s Suffrage League), considerada el ala “obrera” del sufragismo, a la que solo podían adherir trabajadoras y amas de casa. Mediante habladas en puerta de fábrica y en las plazas, las activistas explicaban que el derecho al voto ayudaría a resolver las desigualdades de las mujeres de la clase trabajadora. Sin embargo las dirigentes de clase media y alta del National American Woman Suffrage Association, rápidamente se enfrentaron a la política de clase de las recién llegadas y su presidenta, Mary Beard, expulsó personalmente a Lemlich hacia 1911 “por negarse a moderar su política radical para adaptarse a la visión más conservadora de la mayoría de los sufragistas de la clase media”.
En 1929 Lemlich se incorporó al Partido Comunista y presidió el Consejo Unido para las Mujeres de Clase Trabajadora (United Council of Working Class Women), que llegó a tener 50 delegaciones solo en la ciudad de New York y distintas filiales en Filadelfia, Seattle, Chicago, Los Ángeles, San Francisco y Detroit.
Día de la Mujer trabajadora
Las obreras norteamericanas estuvieron en pie de lucha toda la primera década del siglo XX: por las horribles condiciones de trabajo, por los altos alquileres y también por el derecho a votar. El 3 de mayo de 1908, en el teatro Garrick de Chicago, el Partido Socialista organizó un acto por “El Día de la Mujer”. Un año después, el 28 de febrero de 1909, miles de mujeres celebraron el Día Nacional de la Mujer organizado por el Partido Socialista. Unas 15.000 trabajadoras desfilaron en Chicago y en Nueva York en honor a la huelga que las trabajadoras textiles habían protagonizado el año anterior. Exigían reducción de la jornada laboral, mejores salarios y derecho al voto.
La huelga de las camiseras de Nueva York de 1909-1910 fue determinante para que, un año después, las delegadas del Partido Socialista norteamericano llevaran a la II Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, en Copenhague, la propuesta de fijar un Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Recibieron el apoyo de la mesa, que presidía la socialista alemana Clara Zetkin, y fue votado. En lo sucesivo, las organizaciones presentes se comprometían a celebrar un día de lucha específico para las reivindicaciones de las mujeres. Recién en la década siguiente se estableció que fuera cada 8 de marzo.
Así nació el Día Internacional de la Mujer Trabajadora: de las mujeres de la clase obrera y bajo las rojas banderas del socialismo.