Hace más de una semana, Gabriel Gurméndez –uno de los precandidatos del Partido Colorado; partido burgués en vías de extinción–, se despachó en un video en las redes sociales contra el símbolo proletario y revolucionario de la hoz y el martillo, esta vez ubicado en una plaza de Treinta y Tres, prometiendo en el marco de su campaña electoral que en una posible (y utópica) presidencia de la República erradicaría con un proyecto de ley un símbolo que equiparó a la esvástica nazi.
El monumento ubicado en la ciudad de Treinta y Tres no es una referencia al comunismo en general, sino un homenaje al Partido Comunista de Uruguay en su 100° aniversario. La instalación del monumento requería una mayoría especial de 2/3, que fue holgadamente superada: votaron a favor en la Junta Departamental 25 de 27 ediles presentes, incluyendo obviamente a blancos y colorados. Sólo dos ediles se opusieron, uno de ellos cuestionó la ubicación, no el homenaje al PCU ni la hoz y el martillo. Los ediles del partido de Gurméndez votaron a favor. La payasesca representación del candidato colorado cae por su propio peso.
No deja de ser notable que no solamente la Intendencia de Treinta y Tres sino el parlamento uruguayo hayan realizado un homenaje a los 100 años del PCU. El diputado del Partido Nacional Juan Martín Rodríguez, si bien marcó discrepancias, declaró que “no se puede dejar de reconocer que el PCU se ha incorporado y forma parte de una democracia liberal y de un sistema republicano”. Similares reflexiones justificaron a la mayoría blanqui-colorada de Treinta y Tres el voto a favor del monumento ahora cuestionado.
El PCU no representa en la práctica la estrategia referenciada por la hoz y el martillo, que es la unidad de los explotados bajo la conducción del proletariado, la lucha por el gobierno de los trabajadores. El PCU defiende la alianza con la burguesía, la subordinación de la clase obrera a un frente de colaboración de clases, y la integración al Estado capitalista. La hoz y el martillo la defienden quienes luchan por la revolución socialista, no como una mera referencia ideológica o un saludo a la bandera, sino como una estrategia presente y urgente frente a la decadencia y descomposición del actual régimen social.
En otro contexto, la diatriba de Gurméndez nos hubiese arrancado verdaderas carcajadas, pero en el presente clima de creciente macartismo en todo el mundo, hay que poner las barbas en remojo y no dejar pasar una; contamos con el antecedente de Europa en 2019, cuando la Unión Europea emitió una declaración y resolución condenando los crímenes del nazismo y el comunismo.
Más recientemente el macartismo y la persecución ha caído en muchos países del mundo, ensañándose con los militantes internacionalistas que defienden la causa de la resistencia del pueblo palestino y la población gazati, miles de militantes han sido detenidos y perseguidos judicialmente en Alemania y EEUU, por nombrar dos casos paradigmáticos.
En Uruguay el sionismo criminal y genocida ha estado a su vez ejerciendo junto a sus cómplices políticos y mediáticos una campaña sistemática de amedrentamiento e intento de disciplinamiento y regimentación social, desde el boicot a Roger Waters hasta la “denuncia” de la Directora de Cultura, Mariana Wainstein, pasando por la persecución de las compañeras de la marcha del 8 de marzo, día internacional de la mujer trabajadora.
Hablemos de números
Desde hace algún tiempo varios de los intelectuales o simples operadores de las distintas variantes patronales en Uruguay y el mundo repiten como loros cifras que no tienen ningún correlato con la rigurosidad histórica, algunos dicen que el comunismo mató a 50 millones de personas, los más temerarios incluso se animan arrojar 100 millones.
Cuando dicen “el comunismo mató”, en el idioma castellano sólo se puede entender como una decisión deliberada y consciente de un aparato, de un régimen o de un estado de exterminar a cierta parte de una población específica, o sea no podemos contar como responsabilidad del Estado soviético los millones de muertos en la guerra civil y la agresión imperialista sobre la revolución de octubre, ni tampoco los más de 28 millones de muertos en la resistencia del pueblo soviético a la invasión nazi, ni las muertes producto de las hambrunas fruto de los cercos y bloqueos capitalistas e imperialistas.
Está clarísimo como el agua, para aquel que no ha sido abducido por la propaganda “anticomunista”, que quiénes tienen las manos manchadas de sangre son los imperialistas invasores, los 14 ejércitos europeos que invadieron la URSS en el proceso de la guerra civil, y el ejército fascista alemán que avanzó sobre el Estado obrero en la segunda guerra mundial.
Pero incluso tomando las cifras de un historiador norteamericano liberal, ni marxista, ni comunista, ni socialista, como Moshé Lewin, en su libro El siglo soviético basándose en documentos desclasificados después del XX congreso y después de la perestroika emanados de aparatos de la NKVD, la GPU y la KGB, pero cotejándolos con otras fuentes, lo números a que arriba son el total de 799,455 penas de muerte por “delitos contrarrevolucionarios”, de los cuáles 681,692 se concentran en los años 1937 y 1938, o sea la gran purga stalinista, de los cuales tampoco se puede decir que todos fuesen crímenes políticos contra la oposición de izquierda o lo que quedaba de ella, o fracciones de la clase obrera, sino que también muchos de los ejecutados pertenecen al número de los ajusticiados blancos y prokulaks (grandes terratenientes) en el proceso de la colectivización forzosa.
Pero, en fin, es evidente que gran parte de los asesinados por el Estado soviético, fueron bajo la égida del terror stalinista, y no bajo la conducción de Lenin y Trotsky en la guerra civil, donde paradójicamente las ejecuciones sumarias fueron infinitamente menores.
Hablando de stalinismo, es el colmo de la hipocresía que las burguesías del centro de Europa y sus partidos liberales y socialdemócratas hoy se rasguen la vestiduras ante los crímenes del comunismo, cuándo el SPD (Partido Socialdemócrata alemán) mató a culatazos de fusil con los dirigentes comunistas Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, cuándo luego más tarde las “democráticas” Francia y Reino Unido, de Dadalier y Chamberlain respectivamente le entregaron Checoslovaquia a Hitler en el infame pacto de Múnich con tal de que el fascismo alemán siguiera avanzando hacia la amenaza proletaria del Este.
Y en último lugar es indignante la impostura de los gobiernos y Estados burgueses del centro de Europa, cuándo fue gracias a la traición de Stalin al proletariado mundial en los pactos de Teherán, Yalta y Potsdam, que fueron estranguladas y liquidadas en la cuna las revoluciones proletarias nacientes en Italia, Francia, Grecia y Yugoslavia, lo que posibilitó la supervivencia del poder burgués ni más ni menos que en Europa.
Toda esta monumental construcción discursiva que tergiversa y miente la historia es tan sólo el revés de la impotencia y el ocultamiento de la barbarie de los muertos por el capital en siglo XX, para empezar más de 70 millones de asesinados por ambas guerras imperialistas, las dos bombas atómicas sobre Japón que mataron a más de 200 mil personas en el acto, 2 millones de vietnamitas muertos por la agresión yanqui, centenares de miles de militantes y civiles asesinados por todas las dictaduras latinoamericanas, y un largo etcétera histórico.
En defensa de la bandera de los explotados
Por más de cien años la bandera de la hoz y el martillo no sólo ha sido el emblema de los partidos de izquierda y revolucionarios de distinto tipo, a pesar de ser también la bandera de los Partidos comunistas de la tercera internacional burocráticamente degenerados y responsables de mil traiciones a la clase obrera mundial, desde el pacto Stalin/Molotov-Hitler/Von Ribbentrop hasta Yalta, pasando por la integración a frentes populares de carácter profundamente contrarrevolucionarios como el de la revolución española en 1936 o el proceso de la Unidad Popular de Chile en 1973, el apoyo a los comunicados 4 y 7 en Uruguay, y el pacto a la salida de la dictadura en el Club Naval.
Sin embargo, a pesar de los pesares debemos seguir defendiendo sin complejos nuestra bandera, la de los explotados de todo el mundo y sus deseos de liberación, la bandera que representa los mejores sueños de las vanguardias obreras de todos los tiempos, de los luchadores más inquebrantables del movimiento revolucionario, desde Marx hasta el Che, pasando por Lenin y Trotsky.
Y en último lugar una bandera que bajo su estandarte en el siglo XX expropió a la mitad de la burguesía mundial, y que por supuesto no lo negamos constituye un emblema del terror proletario para los capitalistas y sus mandaderos, como Gabriel Gurméndez y otros en Uruguay; que ellos tiemblen ante la perspectiva de la revolución obrera, nosotros no tenemos nada más que perder, salvo nuestras cadenas.