Desde que tomaron Kabul, los jefes talibanes han prometido “respetar” a las mujeres. Como prueba de esta flexibilidad, su portavoz Zabihullah Mujahid admitió que lo entrevistara una, y garantizó “que habrá respeto y no violencia” si bien “los valores islámicos son nuestro marco de referencia”. Más claro: la sharía, la ley islámica.
Otro abundó: “Intentamos tener el mayor respeto por los derechos de las mujeres. Y este respeto, en nuestra opinión, reside en mantenerlas en casa para ofrecerles la mejor seguridad. Si ellas salen, aparecen en público, si hablan sobre sus valores o necesidades, esto desmerece sus derechos y valores. Son los hombres quienes pueden controlar la sociedad, la población”. Respecto de la indumentaria, dijeron que si bien las mujeres deberán cubrirse no es necesario que sea exclusivamente con la burka, esa túnica que permite la visión a través de una tejido y solo hacia el frente.
Poco después, periodistas de la televisión estatal afgana y de la agencia Tolo denunciaron que se las estaba expulsando masivamente de los medios de comunicación.
El tono de los talibanes -que algunos juzgan moderado- se contradice con los informes periodísticos y videos caseros que muestran los límites de la “tolerancia”. Según el NYT, en algunas provincias las mujeres ya no pueden transitar sin un pariente. En Herat, ni maestras ni estudiantes pudieron ingresar a la universidad. Las estudiantes de la Universidad de Kabul que no tienen tutor no pueden salir de sus habitaciones. En Kandahar, las clínicas médicas para mujeres cerraron “preventivamente”. En algunas regiones, las escuelas para niñas también cerraron “preventivamente” desde que los talibanes tomaron el control (NYT, 18/8). La BBC denuncia que los talibanes han censado, casa por casa, a las mujeres y niñas desde los 8 hasta los 45 años.
Las afganas, sin embargo, no pierden ningún paraíso. La ocupación norteamericana no sólo deja unos 170.000 muertos y un país devastado, cuya producción principal es el opio y la exportación del 90% de la heroína traficada en el mundo. Otra industria que explotó fue la de la trata de mujeres y los burdeles para los soldados, que incluyó “dar luz verde al abuso infantil por las milicias aliadas”.
Estados Unidos huye dejando un 80% de mujeres analfabetas. Cuatro millones de chicos no reciben ningún tipo de educación y el 60% son niñas. La mitad de la población infantil nunca fue vacunada. Dos tercios de las jóvenes -en un país cuyo promedio de edad es 18 años- nunca pisó una escuela. Casi 8 de cada 10 chicas menores de 18 años fue sometida a un matrimonio forzoso. La burka siguió siendo uniforme obligatorio en las zonas rurales controladas por los talibanes y también por sus enemigos de la Alianza del Norte, los clérigos y señores de la guerra aliados a Estados Unidos.
La sharía precede largamente a los talibanes. Fue impuesta en 1992, cuando los muyaidines expulsaron a los soviéticos. Desde entonces permaneció vigente sin que los invasores occidentales vieran motivo para derogarla.
Entre 1996 y 2001, los talibanes impusieron un apartheid de género sin fisuras. Prohibieron que las mujeres salieran solas a la calle y cerraron las escuelas de niñas, prohibieron que trabajaran y que fueran atendidas por médicos hombres. Las familias fueron forzadas a casar a sus hijas, niñas aún, con los talibanes. Se impuso la burka desde la primera infancia. Ningún hombre debía escuchar ni los pasos ni la voz de una mujer que no fuera “suya”. La que burlara esas prohibiciones era sometida públicamente a latigazos, a veces hasta morir. Las adúlteras o quienes tuvieran contacto con hombres fueron lapidadas o fusiladas. Tampoco dudaron en rebanar los dedos que, en un desliz, quedaran a la vista de los transeúntes.
En nombre de combatir esa barbarie, los norteamericanos invadieron Afganistán, aclamados por un coro -en el que descollaron muchas feministas occidentales- que les reclamaba un “bombardeo humanitario” para “liberar a las mujeres bajo el yugo del Islam”.
La consigna funcionó como una tapadera “democrática” a la llamada guerra contra el terrorismo. No es algo único. No tan lejos, en Irak, la alianza yanky con los señores de la guerra y los clérigos, mandó a las iraquíes a la sharía, el analfabetismo, el rapto para el casamiento y los crímenes de honor. Arabia Saudita, socio privilegiado de Estados Unidos en la región, mantiene a las mujeres confinadas y en absoluta minoridad legal.
Oportunamente, feministas islámicas como Sirin Adlbi Sibai o Fátima Mernissi, acusaron a sus sororas occidentales de serviles al imperialismo y las mandaron a ocuparse de la liberación de las mujeres en su propia tierra.
¿Y con los yankies, qué?
El saldo de 20 años de ocupación militar imperialista exhibe el carácter de la “liberación” que tuteló la OTAN, propiciando la fragmentación nacional y luchas sectarias y religiosas entre sectores que habían convivido por siglos, armando a los guerrilleros fundamentalistas, mientras se imponían el terror y los asesinatos en masa de población civil.
Respecto de las mujeres, el escritor Tarik Alí sostiene que “la situación no cambió mucho fuera de la Zona Verde infestada de ONGs”, la zona de máxima seguridad donde se agrupan las embajadas, las empresas internacionales, los ocupantes y el funcionariado. Los “cientos de millones de dólares para la educación de las niñas, la capacitación de lideresas sociales y la mejora de los servicios de salud materna” se repartieron entre los oficiales de la OTAN y el corrupto gobierno títere.
Un sector de mujeres educadas fue cooptado por el régimen de la ocupación hasta alcanzar un 30% de diputadas, alguna ministra, alguna alcaldesa: “Estados Unidos es un maestro en desviar la lucha revolucionaria y política de las personas, especialmente de las mujeres. En los últimos 18 años, además de apoyar a la mayoría de los elementos contra las mujeres en todo Afganistán, y garantizar que permanezcan intocables, introdujo una corriente de mujeres educadas en el gobierno y otras instituciones, en ONG, la sociedad civil y las redes. Utiliza a estas mujeres para engañar al mundo sobre la situación real de las afganas”, explica Samia Walid, integrante de la Asociación Revolucionaria de las Mujeres de Afganistán (Kurdistan Report, 19-9-19).
La RAWA es la organización de mujeres más importante de Afganistán. Feminista y laica, nació durante la ocupación soviética. Sus fundadoras fueron asesinadas y desde entonces trabajan en la clandestinidad tanto en el país como en los campos de refugiados de Pakistán, muchas veces infiltradas en ONG o partidos. Durante el régimen talibán, la RAWA se hizo famosa por sus escuelas clandestinas para niñas. Siempre repudiaron la ocupación imperialista: “Vemos la liberación de las mujeres afganas contra el colonizador imperialista, los fundamentalistas islámicos y el gobierno títere. La libertad de las mujeres está directamente relacionada con la resistencia, y la lucha revolucionaria de las mujeres es contra la causa principal de su sufrimiento y desgracia, es decir, los ocupantes y sus lacayos internos” (Tercer Mundo, 24/9/19).
La llamada “guerra contra el terrorismo” de Estados Unidos, dijo una vocera de la RAWA en junio de 2020, “eliminó al régimen talibán en octubre de 2001, pero no eliminó el fundamentalismo religioso, que es la principal causa de todas nuestras miserias. De hecho, al reinstalar a los señores de la guerra en el poder, la administración estadounidense reemplazó un régimen fundamentalista por otro. El gobierno de Estados Unidos y Karzai dependen principalmente de los líderes criminales de la Alianza del Norte que son tan brutales y misóginos como los talibanes. Mejorar la situación de las mujeres en mi país no pasa por reformas, se necesita una revolución”.
En estos días, sus voceras han puntualizado: “Las afganas tenemos tres enemigos: la ocupación occidental, los talibanes y la Alianza del Norte. Con la partida de Estados Unidos, dijo, tendremos dos”.
La defensa internacional de las mujeres afganas debe empezar por la condena al imperialismo y su guerra global contra el terrorismo.