El apagón que se prolongó durante cinco días agregó un ingrediente más a la gigantesca crisis que atraviesa Venezuela. El país permaneció a oscuras cuando quedó fuera de servicio la principal central hidroeléctrica del Gurí. Dicha central es una de las más grandes de Latinoamérica y suministra el 80% de la energía que consume el país. Las últimas noticias dan cuenta de que el servicio se ha empezado a normalizar, aunque quedan partes del país aún en la oscuridad. De todos modos, la situación sigue siendo extremadamente precaria.
Asistimos a un fuego cruzado entre el gobierno y los opositores sobre las causas y responsabilidades del hecho. La propaganda oficial atribuyó el corte a un complot orquestado desde Washington. Los voceros del gobierno denunciaron un ataque cibernético, a través de tecnología sofisticada con la que sólo contaría Estados Unidos.
La oposición, a su turno, atribuyó el colapso energético a la falta de inversiones y mantenimiento, destacando las interrupciones que se fueron agravando con el correr del tiempo hasta llegar al estallido actual. El presidente de la Asociación Venezolana de Energía Eléctrica sostuvo que los apagones continuados son el resultado de la fragilidad del sistema eléctrico y que para repararlo el régimen no dispone de personal calificado ni de recursos” (Clarín, 13/3). En este caso especifico, se señala que el corte de luz habría tenido origen “en un incendio que destruyó las líneas de transmisión de electricidad” (ídem).
De todos modos, y aún admitiendo la versión del gobierno, es imposible disimular la bancarrota del sistema energético. Está claro que el país no estaba preparado para contingencias ni organizado para una emergencia.
Viene al caso señalar que el sector eléctrico, por su carácter estratégico, se preparó durante el gobierno de Hugo Chávez para la eventualidad de un conflicto o ataque externo al sistema, diversificando las fuentes generadoras, a través de la incorporación de generación termoeléctrica. Pero la mayoría de dichas centrales están fuera de operación, bien por falta de mantenimiento, cambio de repuestos, canibalización de sus partes y/o deterioro de sus instalaciones, o bien por falta de combustible.
Este colapso sucede a pesar de que la demanda eléctrica nacional cayó fuertemente, junto a la contracción de la economía. Si estos sistemas estuviesen bien mantenidos, deberían ser suficientes para garantizar, al menos, una demanda básica para sortear la emergencia.
Tampoco entraron en operación las cientos de plantas eléctricas de gran capacidad que se instalaron en los sitios estratégicos del país: estaciones de bombeo, hospitales, centros de telecomunicaciones, aeropuertos, distribución de combustibles.
Impasse política
Más allá de la veracidad de una u otra explicación, la oposición no desaprovechó la oportunidad para una nueva arremetida golpista. El plan era valerse de la catástrofe y el descontento general para acelerar un desenlace. Juan Guaidó llamó a movilizarse masivamente y, reproduciendo sus propias palabras, a “tomar” Caracas. El cálculo político era que una irrupción popular multitudinaria podría precipitar finalmente una intervención de las Fuerzas Armadas como árbitro, algo sobre lo que viene trabajando la oposición hace tiempo. La maniobra iba de la mano con la declaración del “estado de alarma” que debía ser aprobado por la Asamblea Nacional. Con el argumento de la existencia de una emergencia nacional, el “estado de alarma” habilita al ingreso de fuerzas extranjeras en territorio venezolano. El colapso energético quería ser usado como pantalla para un nuevo aliento a la invasión que planteó Trump.
La apuesta de la oposición terminó en un nuevo fiasco. “La marcha convocada por el Parlamento tampoco alcanzó un seguimiento mayoritario como en otras ocasiones” (La Nación, 13/3). Guaidó y sus acólitos ya vienen del fracaso de la movilización orquestada con motivo del ingreso de la “ayuda humanitaria” desde la frontera colombiana y de otros países vecinos. A partir de estas tentativas fallidas, aumenta la preocupación de la derecha sobre el riesgo de un desgaste en sus filas.
Del otro lado, el abismo que separa al gobierno bolivariano de los trabajadores se sigue ensanchando. En estas circunstancias, el rol que están llamados a jugar los trabajadores, ingenieros, técnicos y obreros de la energía es clave para enfrentar la emergencia. Cualquier gobierno que se precie de representar a los trabajadores hubiera apelado a su movilización, formando cuadrillas y armando un dispositivo excepcional para revertir el colapso. No es lo que ocurrió: el gobierno de Maduro se sostiene sobre una regimentación brutal sobre el movimiento obrero y represalias a cualquier protesta o manifestación independiente. De esta política también han sido blanco los trabajadores de Corpoelec (corporación eléctrica), quienes han advertido innumerables veces sobre el colapso energético. Ello les ha costado persecución, despido y prisión. Mientras se priva del concurso de este sector estratégico de trabajadores, Maduro, en cambio, no cesa de valerse de los “colectivos” (fuerzas de choque adictas al régimen), que son utilizadas para atacar a la población. En otras palabras, se refuerza el Estado policial y represivo.
Resumiendo, estamos frente a un impasse político, donde la derecha no puede provocar un desenlace. La crisis, que se prolonga en el tiempo, debe ser aprovechada para estructurar un polo independiente de la clase obrera, capaz de abrir una nueva perspectiva política y sindical para Venezuela. Las tendencias sindicales y políticas combativas de ese país deben ponerse a la cabeza de la convocatoria de un congreso de trabajadores para enfrentar la intentona golpista, y discutir un programa y una salida obrera frente a la crisis nacional.
Economista, docente en las carreras de Historia y Sociología de la Universidad de Buenos Aires y dirigente del Partido Obrero (Argentina).