Las mujeres no solo fueron la chispa que encendió la Revolución Rusa, fueron también el motor que la impulsó.
En el Día Internacional de la Mujer en 1917 las obreras textiles en el distrito de Vyborg en Petrogrado salieron de huelga, abandonaron las fábricas y se movilizaron en sus cientos de fabrica en fabrica, llamando a los trabajadores a plegarse a la huelga y teniendo violentos encuentros con la policía y las tropas.
Obreras manuales, mal pagadas, laborando jornadas de doce o trece horas en condiciones sucias y malsanas, la mujeres exigieron solidaridad e insistieron en la acción, especialmente aquellas que trabajaban en las fabricas de ingeniería y metales, quienes eran consideradas la parte más políticamente consciente y socialmente poderosa de la mano de obra de la ciudad. Las mujeres arrojaron palos, piedras y bolas de nieve a las ventanas de las fábricas e irrumpieron en los centros de trabajo, clamando por un fin a la guerra y el retorno de sus hombres desde el frente.
Según muchos contemporáneos e historiadores, sin advertirlo, esas mujeres amotinándose por el pan –haciendo uso de longevos y “primitivos” métodos de protesta en pos de reivindicaciones puramente económicas, actuando por emoción en vez de por preparación teórica– desataron la tormenta que barrió con el zarismo, antes de desaparecer detrás de los grandes batallones de obreros varones y de partidos políticos dominados por hombres.
Pero, desde el inicio de las huelgas de 1917, las consignas en contra de la guerra formaron parte de las protestas. La audacia, la determinación, y los métodos de las mujeres dejaron claro que entendían la raíz de sus problemas, la necesidad de la unidad de los obreros, y de atraer a los soldados a dejar de proteger el estado zarista y a apoyar la revuelta. Más tarde, Trotsky escribiría:
“Un gran papel es desempeñado por las mujeres trabajadores en la relación entre obreros y soldados. Se acercan a los cordones más audazmente que los hombres, cogen los rifles, ruegan, casi comandan: ‘Bajen sus bayonetas –únanse a nosotros’. Los soldados se resaltan, avergonzados, intercambian miradas, vacilan; alguien se decide primero y las bayonetas se alzan avergonzadamente por encima de los hombros de la multitud que avanza.”
Para el final del 23 de febrero, los soldados que habían estado cuidando los depósitos de los tranvías habían sido convencidos por las mujeres a unírseles adentro, y los tranvías fueron volcados para ser utilizados como barricadas contra la policía. El ganarse a los soldados no fue simplemente el resultado del creciente agobio de las tropas de la guerra ni de la infecciosa “espontaneidad” de las protestas. Las obreras textiles se habían relacionado con el gran número de soldados principalmente campesinos en Petrogrado desde 1914. Los hombres en los cuarteles y en las fábricas quienes habían venido a la ciudad desde la misma zona conversaban y establecían relaciones, borrando la línea entre trabajador y soldado y dándoles a las obreras una clara comprensión de la necesidad de un apoyo armado.
La mujeres obreras estuvieron firmemente a la cabeza de la Revolución de Febrero que culminó en la destrucción del zarismo. No fueron meramente su “chispa”, sino el motor que la impulsó –a pesar de las dudad iniciales de muchos trabajadores y revolucionarios varones.
La Revolución de Febrero es comúnmente descrita como “espontánea”, y en cierto sentido es verdad: no fue planificada ni ejecutada por revolucionarios. Sin embargo, espontaneidad no era los mismo que falta de consciencia política. Las experiencias de las mujeres quienes irrumpieron en las fábricas de Petrogrado como obreras tanto como jefas de hogar forzadas a hacer cola por horas para poder alimentar a sus familias colapsaron la distinción entre la demanda “económica” de pan y la demanda política de un fin a la guerra. Las circunstancias materiales llevaron a que la culpa por el hambre y la pobreza sea puesta donde correspondía –sobre la guerra y los políticos que la conducían. Tales demandas no podían ser satisfechas sin un cambio político sísmico.
Es más, las mujeres bolcheviques tuvieron un rol central en la huelga, habiendo trabajado arduamente durante años para organizar a las obreras manuales, pese a actitudes entre hombres de su mismo partido que el organizar a las mujeres era, a lo menos, una distracción de la lucha contra el zarismo y, en el peor de los casos, el hacerle el juego a feministas de clase alta quienes alejarían a las mujeres de la lucha de clases.
Muchos varones en el movimiento revolucionario pensaban que las protestas del Día Internacional de la Mujer eran prematuras y que las obreras deberían ser constreñidas hasta que trabajadores calificados estuvieran listos a tomar acción decisiva. Fueron las mujeres miembros del partido, una minoría, quienes arguyeron a favor de una reunión en el distrito de Vyborg para que mujeres trabajadoras pudieran discutir la guerra y la inflación, y fueron mujeres activistas quienes hicieron el llamado por manifestaciones en contra de la guerra en el Día Internacional de la Mujer. Una de ellas era Anastasia Deviatkina, una bolchevique y obrera fabril quien estableció un sindicato para las esposas de los soldados después de la Revolución de Febrero.
Después de febrero, en la mayoría de los relatos las mujeres desaparecen como parte del desarrollo de la revolución en el curso de 1917 –salvo unas cuantas revolucionarias excepcionales como Alexandra Kollontai, Nadezhda Krupskaia, e Inessa Armand, quienes a menudo son discutidas tanto por sus vidas privadas como esposas y amantes como por su actividad práctica y contribuciones teóricas.
Las mujeres estuvieron generalmente ausentes de los organismos administrativos que emergieron de las cenizas del zarismo. Pocas tuvieron representación en los consejos municipales, como delegadas a la Asamblea Constituyente, o como diputadas a los soviets. Las elecciones a comités de fábrica estuvieron dominadas por hombres, quienes fueron diputados incluso en industrias donde las mujeres eran mayoría. Las razones de esto eran dos y relacionadas entre sí: las mujeres aún tenían la tarea de alimentar a sus familias en circunstancias difíciles y carecían de la confianza y el grado de educación, además del tiempo, para asumir o mantener altos niveles de actividad política. Las maneras en que las mujeres trabajadoras habían vivido en Rusia durante siglos, la realidad material de su opresión, condicionaron su habilidad de hacer coincidir compromiso político con el innegable crecimiento en consciencia política.
Rusia antes de 1917 era una sociedad predominantemente campesina; la autoridad total del zar estaba consagrada y reforzada por la iglesia y estaba reflejada en la institución de la familia. El matrimonio y el divorcio estaban bajo control religioso; las mujeres eran legalmente subalternas, consideradas propiedad y menos que humanas. Dichos comunes rusos incluían sentimientos como: “Creí que vi dos personas, peros solo era un hombre y su mujer”.
El poder masculino en el hogar era total y de las mujeres se esperaba que sean pasivas en condiciones brutales, que sean pasadas de padre a esposo y a menudo las recipientes de violencia sancionada. Las mujeres campesinas y obreras enfrentaban trabajo castigante y arduo en los campos y las fábricas, con la fuerte carga adicional de cuidar de los niños y de las responsabilidades domésticas, en una época en la que el parto era difícil y peligroso, los anticonceptivos inexistentes y la mortandad infantil alta.
Aún así, el compromiso político de las mujeres en 1917 no vino de la nada. Rusia era una contradicción: al lado de la profunda pobreza, la opresión y la tiranía soportada por la mayoría de su pueblo, la economía rusa tuvo un boom en las décadas previas a 1905. Enormes fábricas modernas producían armas y telas, ferrocarriles conectaban pujantes ciudades, y la inversión y técnicas de Europa llevaron a inmensos incrementos en la producción de hierro y petróleo.
Estos dramáticos cambios económicos generaron inmensa transformación social en los años previos a la I Guerra Mundial: crecientes números de mujeres campesinas fueron atraídas a las fábricas urbanas, empujadas por la miseria y alentadas por patrones cuyo uso de la mecanización generaba más empleos no-calificados y cuyas preferencias por una mano de obra “dócil” condujo a un gran incremento de mujeres trabajando en la producción de lino, seda, algodón, lana, cerámicas y papel.
Las mujeres habían participado en las huelgas textiles de 1896, en las protestas contra la conscripción antes de la Guerra Ruso-Japonesa, y –sobre todo– en la Revolución de 1905, en la cual obreras no-calificadas de las fábricas textiles, tabacaleras, y de golosinas, junto a empleadas domésticas y lavanderas, salieron de huelga, y trataron de formar sus propios sindicatos, como parte de la rebelión masiva.
El impacto de la I Guerra Mundial fue decisivo en aumentar el peso económico y político de las mujeres. La guerra desgarró familias y alteró la vida de las mujeres. Millones de hombres estaban ausentes en el frente, heridos o muertos, obligando a las mujeres a trabajar la tierra por si solas, a ser jefas de familia, y a ingresar a la fuerza laboral urbana. Las mujeres eran el 26.6 por ciento de la mano de obra en 1914, pero casi la mitad (53.4 por ciento) en 1917. Hasta en los sectores calificados la participación femenina subió dramáticamente. En 1914 las mujeres eran sólo el 3 por ciento de la mano de obra metalúrgica; para 1917 el número había subido a 18 por ciento.
En la situación de poder dual que siguió a la Revolución de Febrero, las protestas femeninas no desaparecieron pero se hicieron parte del proceso que presenció, para septiembre, el apoyo de los obreros fluir del gobierno al soviet y, dentro del soviet, del liderazgo socialista moderado de los mencheviques y social-revolucionarios a los bolcheviques.
Las expectativas de las trabajadoras y los trabajadores de que sus vidas mejorarían con la caída del zar fueron hechos añicos por la continuación de la guerra por parte del gobierno y de la jefatura del soviet. Para mayo las protestas en contra de la guerra habían forzado la disolución del primer Gobierno Provisional y los líderes mencheviques-eséristas del soviet habían formado un gobierno de coalición con los liberales –aún dedicado a la guerra. La desilusión de los trabajadores resultó en nuevas huelgas, una vez más lideradas por mujeres. Unas cuarenta mil lavanderas, miembras de un sindicato liderado por la bolchevique Sofia Goncharskaia, pararon por mejor sueldo, la jornada de ocho horas, y mejoras en las condiciones de trabajo: mejor higiene en el trabajo, beneficios de maternidad (era común que trabajadoras escondieran sus embarazos hasta dar a luz en plena fábrica), y fin al hostigamiento sexual. Como lo describen las historiadoras Jane McDermid y Anna Hillyer:
“Junto a otras activistas femeninas del sindicato, Goncharskaia había ido de lavandería en lavandería persuadiendo a las mujeres a plegarse a la huelga. Llenaron baldes con agua fría para apagar los hornos. En una lavandería el dueño atacó a Goncharskaia con una palanca; se salvó cuando las lavanderas lo tomaron por atrás.”
En agosto, ante los intentos de aplastar la revolución por parte del General Kornilov, las mujeres salieron en defensa de Petrogrado, construyendo barricadas y organizando ayuda médica. En octubre, las mujeres en el partido bolchevique estuvieron involucradas en la provisión de ayuda médica y en comunicaciones cruciales entre localidades; algunas eran responsables de coordinar el levantamiento en diversas partes de Petrogrado, y también estaban las mujeres de la Guardia Roja. McDermid y Hillyer describen la participación de otra mujer bolchevique en octubre:
“La conductora de tranvías, A. E. Rodionova, había escondido 42 rifles y demás armas en su depósito cuando el Gobierno Provisional había intentado desarmar a los obreros tras los Días de Julio. En octubre, fue responsable por asegurar que dos tranvías con ametralladoras salieran del depósito para la toma del Palacio de Invierno. Ella tuvo que asegurar que el servicio de tranvía estuviese en operación la noche del 25 al 26 de octubre, para ayudar con la toma del poder y poder revisar las postas de Guardias Rojos en toda la ciudad.”
La trayectoria de la revolución ensanchó la brecha entre las mujeres trabajadoras para quienes la guerra era la causa de su sufrimiento, cuyos reclamos por la paz se hicieron más fuertes en el transcurso del año, y aquellas feministas que continuaban apoyando la matanza. Para la mayoría de las feministas liberales de clase alta quienes reclamaban la igualdad ante la ley y en la educación, y la reforma social, esas conquistas se lograrían comprobándose fieles al nuevo gobierno y al esfuerzo bélico. Demostrar patriotismo era parte de ganarse un sitio en la mesa.
La Revolución de Febrero llevó a una renovada campaña por parte de feministas a favor del sufragio universal, un avance significativo cuando fue otorgado en julio. Pero, para la mayoría de las mujeres el derecho al voto tuvo poco impacto en sus vidas, que estaban aún dominadas por la escasez, largas horas de trabajo, y la lucha por mantener a sus familias. Como escribió Kollontai en 1908:
“No obstante que tan radicales sean las demandas de las feministas, no se debe perder de vista el hecho de que las feministas, por su posición de clase, no pueden luchar por aquella transformación fundamental de la economía contemporánea y de la estructura social de la sociedad sin cual la liberación de la mujer no puede ser completa.”
Para la mayor parte de las mujeres de clase obrera y campesinas cuestiones de opresión e igualdad no se hacían en abstracto, sino salían concretamente del proceso de la lucha para mejorar sus vidas y aquellas de sus hombres e hijos. Aquellas quienes se hicieron abiertamente políticas y con mayor confianza, a menudo como parte del Partido Bolchevique, lo hicieron como resultado de su propia acción colectiva en contra de la guerra y de los políticos –acción centrada en oposición al hambre y la guerra, y por la posesión de la tierra. Robert Service argumenta que:
“El programa político bolchevique fue paulatinamente más atractivo para las masa de los obreros, soldados y campesinos a medida que la confusión social y la ruina económica llegaron a un clímax a finales de otoño. Sin eso no habría habido ninguna revolución de octubre.”
Esto fue experimentado plenamente tanto por las obreras, las campesinas y las esposas de los soldados, como por sus contrapartes masculinas. Sin el apoyo de la masa de gente trabajadora no-calificada de Petrogrado, la mayoría mujeres, la insurrección de octubre no habría tenido éxito.
El apoyo hacia los bolchequives no era ciego sino el resultado de –en palabras de Trotsky¬– “un cautelosa y penoso desarrollo de la consciencia” por millones de trabajadores, ambos hombres y mujeres. Para octubre todo lo demás había sido probado: el Gobierno Provisional y los mencheviques los habían traicionado, las manifestaciones habían traído represión o logros limitados que ya no satisfacían sus esperanzas por una vida mejor, y, crucialmente, el intento de golpe de Kornilov había esclarecido lo que estaba en juego –o avanzar o ser aplastado. Un obrero los explicó así: “Los bolcheviques siempre han dicho, “No seremos nostros los que los convencerán, sino la vida misma’. Y ahora los bolcheviques han triunfado porque la vida ha comprobado la certeza de sus tácticas.”
Habla bien de los bolcheviques el que hayan tomado tan en serio la cuestión femenina como lo hicieron. Aunque desde un punto de vista actual las mujeres estuvieron gravemente subrepresentadas, se hicieron serios esfuerzos para organizar y desarrollar las mujeres trabajadoras. El hecho de que los bolcheviques hicieron más que ningún otro partido socialista para relacionarse con las mujeres trabajadoras no fue necesariamente a causa de un mayor compromiso con los derechos de la mujer.
Los mencheviques y los bolcheviques ambos comprendieron la necesidad de comprometerse con las mujeres como parte de la clase obrera, pero los bolcheviques pudieron integrar la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres a una estrategia basada en actividad clasista en contra del gobierno y la guerra, mientras que los partidos implicados en la continuación de la guerra y en arreglos con los privilegiados y la patronal podían hacer poco más que informar acerca de las huelgas femeninas y hablar de derechos políticos, sin solución concreta alguna a la presión material sobre las vidas de las mujeres.
Cada vez más, los bolcheviques asumieron la organización y politización de las mujeres – en parte, aprendiendo de los comienzos explosivos de Febrero, y en parte por la tenacidad de sus propios miembros femeninos.
Importantes mujeres bolcheviques como Kollontai, Krupskaia, Armand, Konkordiia Samoilova, y Vera Slutskaia, entre otras, por largo tiempo habían insistido que el partido haga esfuerzos especiales para organizar a las obreras y desarrollar su educación política. Lucharon para convencer a sus contrapartes masculinas que las trabajadoras no-calificadas eran de central importancia y no un obstáculo pasivo, conservador, “retrogrado” a la revolución. El periódico bolchevique Rabonitsa (La obrera), lanzada en 1914 y relanzada en mayo de 1917, llevaba artículos sobre la importancia de las guarderías y de legislación laboral para mujeres, y en repetidas ocasiones subrayó la necesidad de igualdad y de que los “asuntos femeninos” sean asumidos por todos los trabajadores.
El papel de las obreras en Febrero y su continua importancia como parte de la clase obrera de Petrogrado contribuyó a cambiar la actitud entre muchos hombres bolcheviques que enfocar en asuntos femeninos seria ceder terreno al feminismo y que la revolución sería conducida por los obreros (varones) más hábiles y conscientes. Sin embargo, era un esfuerzo cuesta arriba; cuando Kollontai propuso in departamento femenino en el partido en abril ella estuvo mayormente aislada, pese a tener el apoyo de Lenin, cuyas Tesis de abril fueron recibidas con escasamente mayor entusiasmo por la jefatura bolchevique. Similarmente, Kollontai era la única que apoyaba a Lenin en Comité Central.
Sin embargo, en los meses que siguieron, se hizo claro que ambos, el argumento de Lenin sobre desarrollar la revolución por medio del poder soviético y la comprensión de Kollontai de la importancia de las mujeres trabajadoras, fluían de la dinámica de la revolución y podían impulsarla. Periódicos bolcheviques, más allá de Rabonitsa, ahora insistían que las arraigadas actitudes sexistas arriesgaban la unidad de la clase; el partido trabajó para que las mujeres estuvieran representadas en los comités de fábrica, yendo en contra de actitudes entre los hombres que veían en las mujeres como una amenaza, y discutiendo con trabajadores varones para que voten por mujeres –especialmente en aquellas industrias donde estas eran mayoría– y por la necesidad de mostrarles respeto como compañeras de trabajo, como representantes, y como camaradas.
Seis meses después de la Revolución de Octubre el matrimonio fue sustituido por registro civil y el divorcio se hizo disponible a pedido de cualquiera de las dos partes. Estas medidas fueron desarrolladas un año más tarde en el Código Familiar, el cual hizo a la mujer igual ante la ley. El control religioso fue abolido, barriendo con siglos de opresión institucionalizada en un solo golpe; el divorcio podría ser obtenido por cualquiera de los dos esposos sin necesidad de dar una razón; las mujeres tenían el derecho a dinero propio y ninguna parte de una pareja tenía derechos sobre la propiedad de la otra. El concepto de ilegitimidad fue erradicado –si una mujer no sabía quién era el padre, todas sus previas parejas sexuales eran asignadas responsabilidad colectiva por el niño. En 1920, Rusia devino el primer país en legalizar el aborto disponible a por simple pedido.
Las mujeres iniciaron la revolución de 1917 y le dieron forma, y en el curso del año muchos antiguos conceptos de las mujeres como inferiores, como propiedad, como pasivas, retrogradas, conservadoras, faltas de confianza, y débiles, fueron desafiados, cuando no obliterados, por las acciones y el compromiso político de las mujeres.
Sin embargo, la Revolución Rusa no abolió la dominación masculina ni liberó a las mujeres –las privaciones catastrófica de la guerra civil y las consiguientes distorsiones del gobierno soviético hicieron de eso una imposibilidad. Inequidades aún persistían. Pocas mujeres ocuparon puestos de autoridad, pocas fueron elegidas a organismos administrativos, e ideas sexistas no podían simplemente desaparecer en la adversidad extrema que siguió a Octubre.
Durante la revolución, las mujeres no participaron en igualdad con los hombres ni contribuyeron en igual medida a los altos niveles del proceso político, pero, dentro de las restricciones de sus vidas, desafiaron expectativas y marcaron el curso de la revolución. Como dicen McDermid y Hillyer:
“Es cierto, la división del trabajo entre mujeres y hombres aún persistía, pero en vez de concluir que las mujeres habían fallado en desafiar la dominación masculina, debemos considerar como maniobraron dentro de sus esfera tradicional y lo que ello significó para el proceso revolucionario.”
Las mujeres fueron integrales a la revolución de 1917, haciendo historia al lado de los hombres –no como espectadoras pasivas o números apolíticos, pero en cambio como valientes participantes cuyo compromiso fue más significativo por el rechazo que significaba de arraigada opresión. Al ver la revolución a través de ojos femeninos no brinda una más rica lectura de lo que es aún el momento histórico más transformativo para la vida de las mujeres.
Traducción: Juan Fajardo