Políticas

Uruguay en el torrente latinoamericano: El inicio de una transición convulsiva

Mi pueblo no estuvo ausente, Ni mucho menos de espaldas
A la trágica y amarga, Historia del continente.
Fuimos un balcón al frente, de un inquilinato en ruinas
-El de América latina frustrada en malos amores-,
Cultivando algunas flores, entre Brasil y Argentina.

Alfredo Zitarrosa

Introducción
La cita de marras del cantante popular uruguayo Alfredo Zitarroza resume en buena medida el momento político-económico que transita Uruguay en el momento actual. Como se sabe, varios países de América Latina atraviesan una etapa de agudas crisis políticas, movilizaciones populares e incluso golpes de Estado. En una breve trayecto podríamos mencionar el golpe en Honduras en 2009, en Paraguay en 2011, en Brasil en 2016 y recientemente en Bolivia; pero también los sucesivos recambios políticos en Argentina, Perú, Colombia o México; las enormes movilizaciones recientes en Chile, Costa Rica, Ecuador y Haití; y por supuesto, la honda crisis en Venezuela en medio de una ofensiva estadounidense. América Latina se encuentra en una convulsión histórica desde Río Grande a Tierra del Fuego.
El origen de este proceso radica en la crisis económica mundial que comenzó en 2007/2008, una crisis en dos actos cuyo primer episodio lugar una década antes con la crisis de los “tigres asiáticos” cuyo contagio fue global, con efectos devastadores en Latinoamerica (Rieznik, 2009; Marrero, 2019). Durante la primera década del siglo XXI, los gobiernos denominados progresistas en América Latina subieron al poder como resultado concreto de esta bancarrota capitalista y el hundimiento de diversos partidos tradicionales. Este ascenso coincidió con la suba de dos ciclos cortos de los precios internacionales de los productos exportables, el abaratamiento del crédito internacional y, en consecuencia, una fenomenal endeudamiento público y privado. Esta fue la base que permitió el desarrollo de programas sociales donde unas 40 millones de personas salieron de la pobreza absoluta. Por supuesto, las condiciones de retroceso de la pobreza estaban vinculadas al desempeño económico de la coyuntura. La constitución de una población cuya supervivencia dependía de programas de asistencia social no incorporados estructuralmente a la dinámica productiva de los países se configuró en extremo inestable. De otro lado, comercial y financieramente, América Latina continuó dependiendo de Estados Unidos, Europa y crecientemente de China. Las economías latinoamericanas también siguieron dependiendo en gran medida de la venta de materias primas (más del 60% de sus exportaciones), experimentando un desempeño económico convulsivo, expresado en fuertes caídas y auges, cuyas economías con bajo grado de autonomía (financiera, industrial y comercial) y altamente dependientes de las inflexiones del mercado mundial. (Coggiola, 2019).
Durante el período 2003-2007, América Latina recibió un volumen récord de inversión extranjera directa de más de US $ 300 mil millones. En parte, incluso compañías de Brasil, México, Argentina se lanzaron a mercados en la propia región, comprando activos importantes, en especial en países como Brasil, Argentina, México y Chile. El PIB de la región creció en un promedio de 5% anual entre 2003 y 2008, con un aumento promedio de más del 3% en la producción per cápita. Después de 2007/2008, las economías regionales experimentaron un breve ciclo de crecimiento impulsado por una combinación de circunstancias: la demanda de China de materias primas y la migración de capital especulativo parasitario o ficticio de los países centrales, impulsada por la inyección de liquidez. Desde 2013, la curva económica internacional ha vuelto a caer; con una caída internacional de los precios con un fuerte impacto en los países latinoamericanos. Desde finales de 2017, las salidas de capital han aumentado debido al aumento de las tasas de interés internacionales y la guerra económica. Por su parte, China ha cambiado su papel como amortiguador internacional de la crisis económica mundial y se enfrenta a la posibilidad de graves crisis financieras (idem).
De este modo, las perspectivas económicas y políticas de América Latina se encuentran condicionadas por el desarrollo de esta crisis.
En este contexto, algunos analistas señalaron que Uruguay era una “isla” pacífica en este desarrollo latinoamericano. Sin golpes de Estados recientes, conflictos de baja intensidad, estabilidad política y económica, una desigualdad social relativamente menor que en el resto de la región parecen mostrar una sociedad democrática y con una fuerte amortiguación social. La noción de la excepcionalidad del Uruguay se instaló para propios y ajenos como un lugar común. El fin de 15 años de gobiernos del Frente Amplio y el inicio de un gobierno derechista de coalición inauguran un nuevo período, de características excepcionales. Por tanto, se vuelve necesario desenvolver apreciación de conjunto del período histórico que transita Uruguay en el cuadro convulsivo de Nuestra América Latina.

De la “Suiza de América” al umbral del siglo XXI

Uruguay ocupó un lugar peculiar en el desarrollo histórico de América Latina. Su propio nacimiento como Estado se encuentra vinculado a la integración como semicolonia inglesa, un “Estado tapón” lo han llamado, entre Brasil y Argentina. Una renta agraria excepcional permitió a esta economía del Río de la Plata un alto registro de producción per cápita a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, junto a reformas institucionales (ley de 8 horas, nacionalizaciones de la banca, energía, comunicaciones, etc), le dio la apariencia de un país moderno cuando, al mismo tiempo, se echaban las raíces de una inserción subordinada en la división internacional del trabajo de características muy perdurables en el tiempo. La mirada histórica sobre Uruguay debe realizarse sobre el lente de su principal motor: la naturaleza específica de un capitalismo dependiente agroexportador y su particular integración al mercado mundial dominado por el capital financiero de los países centrales.
La muy débil estructura social del país, sin embargo, sufrió muy tempranamente, desde el siglo XVIII, la presión del mercado mundial. La eventualidad de una acumulación de capital de la burguesía local en función de un rol de intermediario con el centro de la economía colonial en el Alto Perú -donde Buenos Aires era el eje de esta intermediación- se vio rápidamente frustrada por las trabas paraadueneras. Luego de las vicisitudes del proceso independentista, las posibilidades ulteriores de capitalizar la renta agraria enfrentaron los límites de un débil mercado interno, un resultado del régimen de la gran propiedad agraria (específicamente la ganadería bajo relaciones sociales capitalistas , con su correlato, la estancia, en el marco de una escasa población agraria). Esta limitación se manifestaría en la incapacidad de creación de una clase media agraria a partir de la inmigración en masa. La formación de capital nativo original se dio en el marco comercial y, tardía y limitadamente, en la explotación productiva del trabajo agrario. Si la integración de la Banda Oriental al mercado mundial fue prematura, la de la burguesía agraria, primero, e industrial, después, fue definitivamente tardía (Finch, 2005). El capital nativo no pudo encontrar un lugar propio en su anticipado intento por arrimarse al capitalismo mundial en su etapa de ascenso y llegó tarde cuando buscó superar su base agraria en la etapa de copamiento del mercado planetario por el imperialismo. No es una línea recta la que traza la explicación de lugar subordinado de Uruguay respecto de la economía mundial.
La apariencia de modernidad dio lugar, a mitad del siglo XX, al mote de la “Suiza de América”. Sin embargo, la imagen de subordinación se renovó con las crisis de la década de los ‘60 y ‘70, y en el umbral del siglo XXI, cuando Uruguay sufrió agudamente los efectos de la crisis mundial (al que Argentina y toda la región estuvieron envueltos). Fue a principios de este siglo, en ocasión de una profunda crisis de la economía nacional sin precedentes -resultado de lo que podemos considerar el primer acto del quebranto general de la economía internacional, al cual todavía asistimos.
Esta breve historia tiene otros condimentos. Durante la década de los ‘90 en Uruguay los gobiernos de los partidos Nacional, primero, y Colorado, después, intentaron aplicar los llamados principios del Consenso de Washington, al igual que en Argentina lo encarnó el peronismo con Carlos Menem. El “neoliberalismo” criollo se expandió en un momento de euforia internacional, con George H.W. Bush (presidente de Estado Unidos entre 1989 y 1993) en la Casa Blanca. El capitalismo mundial celebraba lo que suponía una suerte de victoria definitiva: la restauración del capitalismo que se extendía sin freno en la disuelta Unión Soviética y en China, bajo la tutela de un igualmente restaurado Partido Comunista.
El credo “neoliberal” en Uruguay que consistía en apertura comercial, privatización de los servicios y empresas estatales, desregulación de los mercados y, en particular, flexibilización y precariedad laboral fue contenido relativamente por el movimiento sindical -que logró parar la privatización de los servicios públicos, pero el gobierno avanzó con desarmar la negociación colectiva y el capital instauró un régimen de precariedad laboral que arrasó con muchas décadas de conquistas.
En esa década de los ‘90 la economía mundial conoció sucesivas bancarrotas: la crisis mexicana de 1994-95 y el tsunami económico que se desató en el sudeste asiático en 1997 acabaron por recalar en Brasil, luego en Argentina y finalmente en Uruguay, provocando una depresión prolongada desde 1999 que culminó en una crisis generalizada en 2002, luego de la quiebra Argentina. La crisis económica dio paso a la pulverización de los partidos tradicionales (en el año 2000 había asumido la presidencia Jorge Batlle del Partido Colorado) y sólo lograron sostenerse por el compromiso del Frente Amplio de desarrollar una salida en las urnas y no en las calles, como había sucedido con la caída del gobierno de De la Rúa en Argentina en diciembre de 2001.
En Uruguay, durante el período neoliberal se consolidó una matriz de acumulación capitalista que había iniciado, al menos, dos décadas antes con la dictadura militar en 1973. Bajo las dictaduras los sectores de la burguesía agro-exportadora y financiera fueron beneficiados con el impulso de políticas que desregularon las finanzas y liquidaron los mecanismos de protección social, al tiempo que desataron fuertes políticas represivas que incluyeron el encarcelamiento, la tortura, asesinato y desaparición de militantes de organizaciones populares y de izquierda. La reorientación de la acumulación capitalista a partir de los ‘70 se centró en a) la desvalorización de la fuerza de trabajo; b) apertura al mercado de capitales y c) reorientación exportadora. El primer aspecto combinó la extensión de la jornada laboral y la reducción del poder de compra -un 60% de 1971 a 1984 (Oyantcabal, 2016). Según Fleitas y Roman (2010) el deterioro salarial movilizó el ejército industrial de reserva mediante la expansión absoluta y relativa de la fuerza de trabajo femenina y la proletarización de productores mercantiles agrarios. El segundo aspecto permitió la atracción de inversión extranjera directa a partir de “estímulos” como la aprobación de la Ley de Inversiones Extranjeras en 1974 y un enorme endeudamiento (público y privado) que se multiplicó por 9 entre 1973-1985 (478 millones a 3.919 millones de dólares). Finalmente, la desvalorización de la fuerza de trabajo tuvo como consecuencia la retracción del mercado interno y la reorientación hacia la exportación de materias primas (pesca, leche, arroz y ganadería) posibilitada por un breve auge de los precios internacionales y los bajos salarios que elevaron la tasa de ganancia del capital.
Esta llamada “reestructuración capitalista” en Uruguay atravesó sucesivos períodos de recesión que se manifestó entrado los ‘80, con las crisis de deuda en 1982 y el inicio de lo que luego a nivel latinoamericano se denominó como la “década perdida”. La caída de las exportaciones y del ingreso de capital-dinero que financiaba el ciclo de endeudamiento fue la base para la quiebra del esquema económico montado por la dictadura que estalló con una megadevaluación. En medio de una crisis económica y de profundas luchas populares se inició el período de transición democrática a partir de 1985, con el desarrollo de elecciones y el triunfo del Partido Colorado. Durante las décadas siguientes, se profundizará el tipo de inserción subordinada de Uruguay en el mercado mundial y la forma de acumulación capitalista: dependiente de las exportaciones de commodities bajo la égida del capital financiero (flujo de capital especulativo) y una precarización estructural de la fuerza de trabajo (Marrero, 2017).
El preludio al inicio de los gobiernos del Frente Amplio en 2005 fue la prolongada crisis que inicia en 1999 y tiene su momento de estallido en 2002. En ese período el PBI cayó 15%, las exportaciones un 33%, el salario real se retrajo un 22%, la tasa de desempleo llegó a la cima histórica de 22% (Oyhantcabal, 2019). El colapso incluyó, especialmente, al sistema bancario que perdió en poco tiempo el 48% de los depósitos; cuatro grandes bancos privados (Galicia, Crédito, Comercial, Montevideo y Caja Obrera) dejaron de tener actividad; la banca pública debió reprogramar la devolución de sus depósitos hasta a tres años, con todo lo cual decenas de miles de personas fueron afectadas en sus ahorros. La deuda externa superaba el 100% del PIB y su pago entró en “default” -la deuda se “reestructuró” luego de la mano del FMI.
La política económica del entonces gobierno del Partido Colorado (Jorge Batlle) que siguió a la explosión social y económica se mantuvo en los cánones clásicos de una política de ajuste. En primer lugar, se procesó una devaluación del 300% durante el 2002. Los efectos inflacionarios de esta megadevaluación fueron contrarrestados, en un principio, por una demanda deprimida hasta límites nunca alcanzados en el país. Toda devaluación tiene, más allá de sus objetivos formales y mentirosamente declarados, dos funciones básicas: devaluar los salarios y devaluar el gasto público como condición necesaria para recrear las condiciones de rentabilidad del capital. Es una variante de las políticas de ajuste clásicas del “liberalismo”. No se trató entonces de un problema del “tipo de cambio”, porque como la devaluación es una consecuencia del vaciamiento provocado por el capital financiero, era una manera de sancionar su resultado en lugar de sancionar a los que habían lucrado con ese mismo vaciamiento, y disponer un plan de reconstrucción económica orientado por los intereses de la mayoría -claro que se trata de una alternativa que supera los límites de una variante capitalista. Con la devaluación se procuró una salida capitalista apoyada en la desvalorización general de los salarios y activos y en la capacidad ociosa creada, pero que, además y fundamentalmente, encontró una oportunidad en la reversión del ciclo económico mundial que se planteo desde 2003, con un crecimiento progresivo y en flecha del precio de los commodities que dominan la pauta de exportación del país.
De modo que, desde 2003, la actividad económica comenzó a repuntar impulsada por los negocios del comercio exterior. En circunstancias de un excepcional freno a las importaciones provocada por la megadevaluación y la crisis, dio lugar a un superávit en la balanza comercial del sector externo inédito en el país. Esto fue acompañado por un superávit fiscal que se apoyó en la ya señalada devaluación de los gastos y, específicamente, de los haberes jubilatorios que habían llegado a concentrar una proporción enorme de la erogación fiscal.

Crisis mundial, ascenso y caída del “progresismo”

En este contexto de incremento de la pauperización social, descalabro económico e inicio de una lenta recuperación económica se produjo el hundimiento de los partidos tradicionales uruguayos (Partido Colorado y Nacional) y el triunfo del Frente Amplio en 2004 con el 50,5% de los votos y mayoría absoluta en el parlamento. Se inició una período, de una década y media, donde el FA gobernó con mayorías parlamentarias, frente a una fragmentada oposición política -por derecha y por izquierda.
El ‘progresismo’ frenteamplista asumió el gobierno conservando el núcleo de la forma de acumulación capitalista heredada de las décadas anteriores pero en un nuevo contexto nacional e internacional. Esto es a) auge de los precios internacionales de las materias primas, b) caída de las tasas de interés internacionales que impulsó el ingreso masivo de capital ficticio e inversión extranjera directa y c) salarios enormemente deprimidos y una extendida precarización laboral. La acumulación capitalista despegó en base a estos ‘motores’ entre 2004 a 2012.
Todo esto permitió que se incrementaran los ingresos por concepto de exportaciones, pero también que se iniciara un nuevo ciclo de endeudamiento (Dufrechu, H. 2015) -que llevó la deuda externa bruta de 13.717 millones en 2005 a 41.651 millones de dólares en 2019- y se desenvolvieran megaemprendimientos productivos que afectaron el medioambiente, como lo fue la instalación de las mayores plantas productoras de celulosa o la extensión del cultivo soja. La IED acumuló entre 2005-2016 22.151 millones de dólares de los que 61,4% correspondió a aportes de capital, lo que da cuenta de la relevancia de la plusvalía acumulada fuera del Uruguay. En el caso de la renta de la tierra agraria “entre 2005 y 2016, sumando la apropiada por los terratenientes y la apropiada por otros sujetos por sobrevaluación del tipo de cambio, se multiplicó por 10 acumulando 34.222 millones de dólares” (Oyhantcabal, 2019:14). De modo que el capital ficticio o especulativo aceitó, vía endeudamiento público y privado, la inversión rentística. La cuestión de la deuda aparece en el centro de esta dinámica.
De otro lado, la transición política que se inició con el ascenso del Frente Amplio al gobierno afectó a todas las clases sociales, y aunque instaló en la cúpula un régimen de colaboración entre clases, el carácter de sus gobiernos fue de factura netamente capitalista. La articulación entre distintas fracciones capitalistas (agrarias, industriales, financieras) y la clase obrera fue aceitada por la coyuntura relativamente favorable que culminó al inicio del tercer gobierno del FA en 2015.
En momentos de agudización de la crisis internacional a partir de 2007-2008, los gobiernos ‘progresistas’ del Frente Amplio buscaron estimular la acumulación de capital profundizando el andamiaje legal heredado del período de los ‘neoliberales’. Se aprobaron leyes para atraer inversión local e internacional, se modificó la legislación tributaria (2007) reduciendo impuestos a las ganancias (de 30% a 25%), se aprobó la ley de Participación Público-Privada (2011) que promueve los contratos entre el capital y el Estado (que traslada los costos y el riesgo fundamental hacia el Estado), se aprobó la ley de Minería de Gran Porte (2013) que permite los emprendimiento de mega-minería a cielo abierto. Todo esto acentuó la extranjerización y centralización de los principales medios de producción, especialmente en la agroindustria, incrementando el flujo de ganancias que se remitieron al exterior junto al pago de intereses de la deuda externa que operó como mecanismo de transferencias de excedentes. En este escenario, se consolidó el tipo de inserción en la economía mundial a partir de la producción de bienes agrarios de bajo valor agregado; el perfil de las exportaciones muestran que cerca del 70% de los productos son commodities de origen agropecuario encabezados por la soja, la carne bovina, el arroz, el trigo, derivados de la leche y pasta de celulosa, al tiempo que en materia comercial, la principal novedad del período fue la aparición y dependencia de China que pasó a ser el principal socio comercial del país en 2013 (Marrero, N., Mañan, O.; 2014).
La colaboración de clases bajo la era del Frente Amplio se caracterizó por una nueva orientación de la intervención del Estado en el conflicto capital-trabajo: por un lado a partir, de las leyes de negociación colectiva y libertad sindical cuya utilización permitió un fortalecimiento numérico y organizativo del sindicalismo (Marrero, 2017); y por otro lado, mediante restricciones a esa libertad sindical y negociación colectiva, a partir de la aplicación del decreto denominado de “esencialidad” contra diferentes procesos huelguísticos (sindicatos docentes, estatales, etc.), aprobación de la ley “antipiquetes”, de la ley “anti-terrorista” que coarta la libertad de expresión y movilización, y la propuesta de modificación (¿o liquidación?) de la negociación colectiva que elimina la ultraactividad en los convenios colectivos y la negociación por rama, entre otros cambios regresivos .
Este carácter aparentemente contradictorio de la intervención de los gobiernos del Frente Amplio en el conflicto capital-trabajo se explica por el carácter del propio Estado, que en la sociedad capitalista se orienta a garantizar el proceso de acumulación del capital, es decir, a establecer las condiciones económicas y sociales para que la ganancia capitalista no sea cuestionada y permitir, de este modo, la legitimación de la apropiación del excedente económico que producen los trabajadores. Este fue el norte de intervención del Estado bajo los gobiernos del Frente Amplio, tanto en los momentos de expansión de la acumulación de capital como en los de ajuste.
En una primera etapa la intervención estatal del conflicto capital-trabajo coincidió con el nuevo contexto internacional favorable dado por la expansión de la demanda internacional de materias primas y por la expansión de masas de capital ficticio que ampliaron el crédito y las posibilidades de crecimiento de esa demanda. De este modo, la acumulación de capital tomó forma en una serie de políticas impulsadas desde Estado que buscaron articular la dinamización de la inversión privada con políticas que establecieron techos a la expansión salarial -a través de las pautas restrictivas en la negociación colectiva. Bajo estas condiciones, el salario real creció un 56% de 2004 a 2016 -un 20% desde 1999 año de comienzo de la última crisis-, aunque sólo recuperó niveles de comienzos de los ’70 luego se estancó y comenzó a descender a partir de 2017. En este cuadro, el poder de compra de los salarios en 2019 se ubicó por debajo de su nivel en 1971. Asimismo, el desempleo tuvo una curva descendente hasta 2013 (6,3%) y luego empezó a crecer ininterrumpidamente hasta 2019 (9.8%).
Luego del ciclo corto de ascenso de los commodities en 2010-2013, se abre una etapa de reversión de las condiciones favorables (excepcionales) que habían operado en el período precedente. El ascenso de Trump, el Brexit y desintegración de la Unión Europea, pusieron en el tope la agudización de la guerra comercial (como expresan los choques entre EEUU-China) y constituyeron una manifestación ulterior de la crisis mundial iniciada en 2007-08. La bancarrota capitalista puso en crisis la internacionalización capitalista y produjo un repliegue nacional, entendido como instrumento de guerras comerciales, fiscales y financieras -en definitiva, guerras ‘tout court’. El repliegue nacional se manifiesta en la reducción de la inversión transfonteriza, el comercio mundial, los préstamos bancarios y la cadena de suministros (The Economist, 25/01/2019). El inicio de esta transición convulsiva a nivel internacional y en América Latina, coincidió con el ascenso del tercer gobierno del Frente Amplio y la segunda presidencia de Tabaré Vázquez. En este cuadro Vázquez buscó, infructuosamente, la firma de Acuerdos de Libre Comercio (con China, Chile, la UE, EEUU) que dado el contexto internacional no podía dar ninguna salida de fondo a la caída de las exportaciones (en volumen y precio) producidas por la desaceleración y/o recesión económica de los principales socios comerciales de Uruguay (China, Venezuela, Argentina y Brasil) y la reducción del flujo de IED -la contracción de la inversión en capital fijo desde 2014 fue de ¡32%!, mayor incluso que la de Brasil. El escenario internacional agregó un nuevo condimento: toda América Latina se convirtió en el campo de orégano de renovadas disputas internacionales por la apropiación de la renta y su control político como patio trasero del imperialismo yanqui, desatando con ello enormes crisis políticas, e incluso potenciales procesos revolucionarios (y contrarevolucionarios). De este modo, toda la política económica del ‘progresismo’ encontró su límite en la crisis mundial en curso, mostrando con ello que la expansión o ‘coyuntura favorable’ de la economía fue un episodio de la bancarrota capitalista.
En este contexto, a partir de 2015 se asistió a una relentización de la acumulación capitalista y del salario real, crecieron las distintas formas de superpoblación relativa y se impulsaron desde el gobierno medidas de corte ‘neoliberal’ para desindexar los salarios de la inflación y la reducción del gasto público (Marrero, 2018; Notaro, 2015).
Tanto en el período de expansión económica, como ahora en su declive, la acumulación del capital tuvo como una de sus bases principales la precarización estructural del trabajo o superexplotación en sectores de la industria, la agricultura, el comercio y en el propio Estado. Algunas dimensiones de esta precarización de la clase obrera se encuentran vinculadas al uso discrecional de la fuerza de trabajo por parte de las empresas, como la polivalencia que expresa en general la ausencia de definición de categorías y tareas, así como la rotación de funciones entre diferentes puestos de trabajo, sin enriquecimiento de las calificaciones. En el terreno de las condiciones de trabajo la flexibilidad en el horario de trabajo y el aumento de la jornada laboral se manifestó en amplios sectores de trabajadores. Las tercerizaciones se han transformado en un problema de primer orden para el movimiento sindical en todos los sectores de la economía y el Estado, siendo utilizado como una política para reducir el precio de la fuerza de trabajo y dividir la organización colectiva de los trabajadores. La precarización del trabajo también se manifiesta en que una enorme proporción de la clase obrera percibe salarios por debajo del valor de su fuerza de trabajo (canasta familiar).
De este modo, el Frente Amplio intentó conjugar una peculiar conciliación entre la clase trabajadora y la clase capitalista bajo políticas que facilitaran la ampliación de la acumulación de capital a la vez que un incremento relativo del salario directo e indirecto. Esta política económica se agotó junto con el fin del auge de la renta internacional, del ingreso masivo de capital ficticio y de la inversión extranjera directa en el que estaba inscripto.
Así como en su momento los neoliberales se derrumbaron en el cuadro de la bancarrota del 2002, el ‘progresismo’ que emergió como respuesta a esa crisis encuentra su límite en el marco de esa misma crisis. Esto porque neoliberalismo y progresismo son también una expresión del ciclo más amplio de la economía mundial bajo la hegemonía del capital financiero. Frente a una expansión del capital a préstamo y de un creciente y explosivo desarrollo de capitales ficticios que buscaban multiplicar las oportunidades de ganancia sin contrapartida en el crecimiento de la actividad productiva, los países “emergentes” fueron parte del mecanismo de absorción de tales recursos. Es un hecho, sin embargo, que toda inversión o crédito extranjero exige en algún momento la repatriación de ganancias e intereses, como es un hecho también que toda bancarrota implica la utilización de fondos que anteriormente circulaban en ámbitos de los cuales son sustraídos para procurar el salvataje de los capitales en quiebra en dificultades en los países dominantes. Uruguay y los países de América Latina se adaptan a esas manifestaciones cambiantes del ciclo capitalista en el mercado internacional con políticas igualmente cambiantes, que deben ser apreciadas de conjunto en relación con los espasmos de la economía global. Es en este sentido que neoliberalismo y progresismo se articulan e incluso se complementan de un modo que sería incomprensible fuera de la apreciación del proceso económico como un todo. Dicho de manera más simple: los liberales crearon una enorme hipoteca en los noventa como agentes del gran capital y el FMI; los progresistas pagaron la factura, sin alterar, por supuesto, la lógica general de la gestión social del metabolismo productivo por el capital, que es la cuestión esencial. Por tanto, el llamado progresismo fue funcional al sistema capitalista viabilizando la acumulación capitalista, con el agregado de su función en la control del conflictos sociales/sindicales. Bajo la apariencia de políticas económicas opuestas se oculta la función común de planteamientos que deben ser integrados en una comprensión integral de los vaivenes de la economía capitalista nacional e internacional (Rieznik, 2009).

Lo que viene: cambio de régimen en una transición política convulsiva

Comprendida esta mirada global con foco en las contradicciones abiertas es posible comprender el recambio político que se está operando en Uruguay. En 2019 se realizaron las elecciones nacionales que dieron el triunfo en el segundo turno a Luis Lacalle Pou del Partido Nacional por escaso margen, en una coalición que integró al Partido Colorado, al Partido de la Gente, Partido Independiente y al ultraderechista-militar Cabildo Abierto (cuyo candidato fue el jefe de la Fuerzas Armadas, bajo el último gobierno del Frente Amplio).
Uruguay se suma al proceso de recambios políticos derechistas que, con vaivenes, marca el proceso político latinoamericano desde hace un lustro en un contexto de larga declinación de la economía, un déficit fiscal que crece, coronado por una elevada cuenta de intereses de la enorme deuda externa.
Ahora bien, ¿Qué factores condujeron al recambio político derechista?
Ocurre que cuando las condiciones económicas comenzaron a cambiar a partir de 2015, el gobierno comenzó un persistente proceso de ajuste sobre las condiciones de vida de las clases populares. Las cámaras empresariales, y especial la burguesía agraria, comenzaron a presionar al gobierno exigiendo recortes de gastos sociales, rebajas salariales y devaluación de la moneda. Los acreedores financieros condicionaron el financiamiento público a los recortes presupuestales, al cual el Frente Amplio fue estirando en pequeñas dosis. Finalmente, luego de sucesivos choques, una buena parte de los empresarios rurales, industriales y comerciales se pasaron a la oposición política confiados en que la derecha política podrá comandar una suerte de guerra de clases contra los de abajo. Nuevamente, pasada la bonanza internacional, los conflictos sociales generados por los intentos de recuperar niveles aceptables de la tasa de ganancia –centro del sistema- ocupan nuevamente el primer plano. Difícil escenario para un gobierno declaradamente defensor del capitalismo.
A su turno, los trabajadores, cooperativistas, estudiantes, el movimiento de la mujer y los movimientos ambientalistas desarrollaron importantes luchas frente al estancamiento y deterioro de los salarios, de la inversión en vivienda, por presupuesto público que permitiera viabilizar la política de derechos conquistada o contra la instalación de megaemprendimientos. Durante la década y media de gobiernos del Frente Amplio se procesaron diversos conflictos sociales que horadaron su legitimidad política y la expectativa de que era un canal de transformación social, así como ocurrió con otros gobiernos latinoamericanos.
La coalición “multicolor” que conquistó el gobierno y las mayorías parlamentarias asumirá en un cuadro de agudización de las contradicciones económicas y políticas precedentes.
En el terreno económico una cuestión central que dominará la agenda es la deuda pública y, en particular, la deuda externa. La situación financiera del Estado se ha agravado, con un déficit fiscal que pisa los cinco puntos cubierto en parte con emisión monetaria y, en mayor medida, con emisión de deuda. Si se analizan los informes del BCU, el pago de intereses de deuda y los subsidios al capital más un voluminoso déficit en las jubilaciones y pensiones militares explican el aumento del déficit fiscal. La emisión de deuda a tasas crecientes (notas del tesoro y en especial letras de regulación monetaria) para el financiamiento de los gastos corrientes y la absorción del ‘exceso’ de fondos especulativos circulantes ha encarecido enormemente el costo financiero del Estado, acentuando el desequilibrio económico-financiero estatal. Se proyecta que la deuda del gobierno alcanzara un 66% del PIB en 2019 (sin incluir los miles de millones de se deberá contraer para los compromisos con UPM) -incluidos los bonos para recapitalizar al banco central. Un 53% de la deuda se encuentra nominada en dólares (y, dada la libertad cambiaria, los pagos de la denominada en pesos de inmediato presionan por divisas), por lo que la devaluación exigida por los exportadores afectaría la capacidad de pago. De acuerdo a lo proyectado en la última Rendición de Cuentas, para 2020 las necesidades de fondeo del gobierno central se estiman en U$S 3.581 millones (U$S 1.660 millones son para el pago de intereses de deuda, U$S 1860 millones para amortizaciones de bonos y préstamos, y U$S 50 millones para déficit primario). Para cubrir la factura el gobierno ‘multicolor’ deberá recurrir al financiamiento internacional, local (AFAP’s) y al uso de reservas del BCU. Sin embargo, el capital financiero ya condicionó este financiamiento a un ajuste mayúsculo en el presupuesto público de U$S 1.500 millones, reformas que flexibilicen (abaraten) los salarios, privatización de las empresas públicas (en especial la liberalización del combustible) y la reforma de la previsión social que aumente la edad de retiro y rebaje las jubilaciones. Este programa ya fue recogido en el documento “Compromiso por el País” firmado por los partidos de la ‘coalición multicolor’ antes del 24 de Noviembre y también por las Cámaras Empresariales (Elías A., 2019). El ajuste incluiría, posiblemente, un re-diseño del esquema de subsidios a sectores de la burguesía nacional. Como en toda crisis capitalista, exigen la liquidación del capital sobrante y la rebaja del precio de la fuerza de trabajo en todos sus aspectos.
De este modo, la coalición gobernante derechista recurrirá al viejo libreto de la economía política neoliberal que el país conoció previo a la crisis de 2002 manteniendo o profundizando aspectos centrales de la “economía política progresista”, como la rebaja impositiva al capital, la legislación de inversiones o la apertura al capital extranjero (UPM2) -e incluso la modificación de los Consejos de Salarios ya enviada al parlamento por el Frente Amplio. En definitiva, agotados los motores del ingreso de capital especulativo e inversión extranjera y de la renta internacional, la salida capitalista se orienta a una violenta depreciación del salario directo e indirecto para relanzar la acumulación del capital. Sin embargo, puestas en contexto continental la política de la derecha (Macri, Piñeira, Bolsonaro, Duque, Lenin Moreno, etc) viene naufragando estrepitosamente en medio de crisis políticas y ascenso vertiginoso de las luchas populares.
El armado del régimen político para ir a esta guerra de clases será, sin embargo, sumamente precario en medio de una enorme fragmentación de los partidos patronales. El nuevo gobierno deberá hacer frente al desafío de la ‘gobernabilidad’ con 5 partidos en el Poder Ejecutivo y la primera mayoría en manos del Frente Amplio en el parlamento . La publicitada Ley de urgente consideración (de la que nada se sabe aún) buscará cohesionar a la coalición derechista, y aprobar algunas reformas antes los conflictos internos puedan hacerla estallar por los aires. Sin embargo, ya existen divergencias en torno a cuestiones centrales, por ejemplo no han logrado hacer un acuerdo con relación con la reforma de seguridad social, Cabildo Abierto plantea rebajar en un 50% el IASS que implicaría el aumento de 100 millones en el déficit previsional lo cual es rechazado por el Partido Nacional. Aunque la coalición gobernante tiene mayoría ficta en el parlamento, podría llegar a recurrir a los votos de sectores del Frente Amplio para cuestiones claves.
De conjunto, la victoria electoral de la ‘coalición multicolor’ derechista pone de relieve algo fundamental: el derrumbe del Frente Amplio expuso la incapacidad de la burguesía para resolver la parálisis de las fuerzas productivas del país por medio de medidas y demagogias denominadas progresistas. En toda América Latina, con la salvedad de sus particularidades nacionales, el agotamiento de las experiencias progresistas ha dejado expuesta una enorme crisis de poder en el marco de una bancarrota capitalista internacional. Este marco convierte a las tentativas de salidas thatcherianas en recursos políticos anacrónicos; en recursos que carecen, comparativamente, de los medios necesarios para alcanzar plenamente sus objetivos.
En este escenario, las organizaciones sindicales, sociales y políticas de izquierda se aprestan a preparar la pelea para defender los derechos sociales y políticos. La experiencia del ascenso popular en Chile grafica un escenario posible de respuesta a las políticas de avance del capital.
El “pacífico” Uruguay se suma al torrente latinoamericano.
El desenlace de la crisis dependerá del resultado de los grandes choques de clases que plantea la nueva etapa.

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Nicolas Marrero

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