En su discurso ante el parlamento al asumir la presidencia, Luis Lacalle Pou subrayó que es la primera vez que gobierna una coalición de cinco partidos. La afirmación es correcta, pero debe entenderse no como una señal de fortaleza sino de fragilidad política. El presidente fue electo con apenas el 29% de los votos, y pese al apoyo de cinco partidos ganó por poco el balotaje. Las contradicciones en el seno de la coalición de derecha son inocultables, y responden a una fragmentación en los sectores sociales que la sustentan.
La configuración del gobierno de coalición derechista tiene semejanzas a lo que en el pasado eran los gobiernos “colegiados” en el Uruguay. Estos habían sido diseñados por Batlle y Ordóñez como un mecanismo de limitación del poder presidencial. El fracaso del experimento llevó a las clases dominantes a impulsar un cambio constitucional que estableció un régimen presidencialista (1967) que fue reforzado en especial en la reforma constitucional de 1996 cuando se implantó la segunda vuelta para la elección presidencial. De hecho, la potestad de enviar una ley “de urgente consideración” es una forma de avasallamiento del parlamento, pero no es la única: también está el veto presidencial a las leyes, así como la posibilidad de disolver las cámaras y convocar a elecciones parlamentarias, y la iniciativa privativa del P.E. para legislar sobre el salario mínimo, los impuestos o la seguridad social. La instauración del balotaje en la constitución de 1996 (además de poner un obstáculo para el acceso del FA al gobierno) implicaba reforzar la tendencia al bonapartismo. El presidente, electo por más del 50%, aparecería con un mandato plebiscitario.
Sin embargo, en la definición del balotaje, por un márgen tan estrecho que exigió casi una semana de escrutinio, Lacalle perdió gran parte de esa apariencia de fortaleza y respaldo popular. De hecho, el presidente no superó el 50% de los votantes ni mucho menos de los habilitados a votar. En la propia noche de la segunda vuelta, el triunfador apareció rodeado por la llamada “coalición multicolor”, lo que subrayaba que les debía el triunfo a cada uno de sus integrantes, y que carecía de mayoría propia por lo que dependía de cada uno de los partidos que lo habían apoyado. El presidente tiene las potestades de un bonaparte, pero no las condiciones de sostenerlas si se le quiebra la coalición; es rehén por ello de sus aliados que le pueden dejar sin respaldo parlamentario ante un agravamiento de la crisis.
Se puede considerar un triunfo de Lacalle el hecho de haber comprometido a líderes de todos los partidos en el gabinete ministerial -con la excepción de Manini que sin embargo aceptó la integración de su esposa como ministra de Vivienda- con lo cual el consejo de ministros se asemeja al viejo “colegiado” de las constituciones batllistas de antaño. Este triunfo es sin embargo relativo: es un recurso ante una debilidad; ahora la negociación se instala en el seno del gabinete. Lacalle aparece como primus inter pares, no como un bonaparte que concentra el poder político. En ese sentido, existe una brutal contradicción entre la constitución presidencialista y el régimen político tal cual quedó conformado tras las elecciones.
Un segundo triunfo del nuevo presidente fue la candidatura única de la blanca Laura Raffo para las elecciones en Montevideo. Si bien -desde el punto de vista puramente electoral- a la coalición derechista le hubiera convenido seguramente postular tres candidaturas que sumaran votos (como hizo el FA, que hace rato abandonó el principio de la candidatura única y se aprovecha al máximo del “doble voto simultáneo”), esto hubiera potenciado la competencia y disputa entre los partidos que lo apoyan (como sucede en algunos departamentos como Salto, donde el PN se alió a CA contra los colorados). La aceptación de Raffo por sus socios derechistas es en ese sentido una forma de reducir una temprana disputa electoral, apenas instalado el gobierno. Sin embargo, parece claro que Raffo va a perder por amplio margen las elecciones departamentales, con lo cual las municipales pueden marcar un primer revés para el gobierno.
Las disputas en el seno del “colegiado” derechista son cosa de todos los días. Talvi contra Sanguinetti, Manini y CA marcando perfil constantemente (por ejemplo en torno a UPM2), la destitución del presidente de ANTEL a menos de quince días de su designación, las crisis dentro de ASSE, son sólo algunos ejemplos recientes. Sin embargo, lograron negociar, renegociar, y volver a renegociar, cientos de artículos de la Ley de Urgente Consideración -que fue enviada al parlamento como un proyecto más de la presidencia que de la coalición, ya que muchos artículos no contaban con mayoría para ser aprobados. La votación de la LUC se quiere mostrar como un gran éxito, porque existían dudas sobre el funcionamiento de la coalición, pero en realidad el resultado es bastante más magro del que todos aspiraban. La LUC no resuelve nada en términos de la crisis capitalista. Se trata de una ley reaccionaria, pero en muchos aspectos tira la pelota para adelante. Por ejemplo, la coalición no se atrevió a presentar una refoma de la seguridad social -la madre de todas las reformas, para el FMI- en torno a la cual ni siquiera ha intentado unificar una posición.
La dispersión del régimen político y sus partidos está expresando la fragmentación de la clase capitalista, en el seno de la cual existen pujas y disputas muy difícilmente conciliables. La fractura en las clases dominantes es internacional, no sólo porque existe una guerra comercial entre distintos Estados y bloques, sino porque la burguesía está divida al seno de cada uno de ellos. La crisis política en EE.UU. -que existía “por arriba” mucho antes del asesinato de George Floyd- ahora ha virado a una crisis de poder con la irrupción de la furia popular ante el régimen social y político que oprime a las masas -y donde el tema racial es el detonante, que se acciona en un contexto de barbarie social (desempleo, crisis habitacional, bajos salarios, falta de acceso a la salud, contagios masivos en la pandemia). La derecha uruguaya actuaba como aliada de Trump (pero los capitalistas uruguayos comercian principalmente con China), y ahora es el propio Trump el que está en la picota.
La devaluación monetaria que reclamaban con insistencia (e incluso festejaron) casi todos los grupos capitalistas, sin embargo no abre ninguna salida ante el cierre de mercados, ahora agravado por la pandemia, pero que es el resultado de la crisis capitalista y de la guerra comercial. La devaluación del dólar favorece a los exportadores (siempre y cuando puedan exportar algo) y perjudica a los endeudados en moneda extranjera. La devaluación no asegura el ingreso de divisas, pero sí asegura la inflación y el crecimiento del déficit fiscal (consecuencia del mayor peso de la deuda externa, mayormente nominada en dólares). Por otra parte, la inyección de billones de dólares por parte de los Estados imperialistas para el rescate de banqueros y grandes corporaciones, ha provocado una nueva burbuja especulativa -esa masa de dinero no se vuelca a la producción, ya que no encontraría salida en el mercado. El resultado será un corto período de “dinero barato” pero combinado con la recesión (y creciente desempleo), que ya ha mostrado infructuosa la devaluación (que incluso retrocedió parcialmente). La salida que clamaban las cámaras empresariales y los “autoconvocados” no es tal, sólamente se traducirá en licuación salarial, mas no en un boom exportador.
El gobierno ha decidido aumentar el endeudamiento público (adquisición de unos 1.700 millones de nueva deuda, sobre todo con el BID) y también del déficit fiscal, es decir, va en contra de su programa de campaña. Ese dinero será destinado al subsidio a los capitalistas, mientras las masas pasan cada vez más privaciones, florecen las ollas populares, y caen los salarios y el empleo. Por ahora esta deuda se adquiere a tasas relativamente bajas, pero deberá ser cancelada en un contexto de mayor depresión económica, por lo cual se vuelve una hipoteca ilevantable.
En resumen, la clase capitalista exige cada vez más “sacrificios” al pueblo trabajador, pero esa quita de derechos y conquistas no va a abrir una salida productiva, sino que prepara un aumento aún mayor de la miseria social. La burocracia sindical acepta ir a la negociación salarial “priorizando el empleo” -es decir, aceptando la rebaja del salario- pero va a quedar con las manos vacías.
La reducción de los contagios de Covid-19 es un factor que en el corto plazo ha mejorado la imagen del gobierno, eso es inocultable, pero la crisis económica genera excepticismo y pesimismo en la propia clase capitalista, y la política económica del gobierno despierta bronca en sectores populares que ven caer rápidamente sus condiciones de vida. La imagen de un gobierno puede cambiar vertiginosamente en el contexto de una crisis que pega saltos de gigante y acentúa la desesperación de los explotados.
Gran parte de los militantes de izquierda, incluso muchos que se proclaman críticos o combativos, sufrieron un bajón ante el resultado electoral, y ante una supuesta “ola derechista” que recorrería al continente. Por eso es importante debatir una correcta caracterización de esta etapa política, donde el fracaso de la centro-izquierda no debe identificarse con una iniciativa y fortaleza de la derecha y sus partidos.
Ya hemos visto cómo los éxitos electorales de la derecha (Macri, Piñera, Bolsonaro) pronto se disiparon como el humo de los fuegos de artificio. Los éxitos electorales no generan per se un gobierno fuerte. Para fortalecerse, la derecha necesita imponer una derrota a las masas, y generar condiciones para una reactivación sobre la base de una caída del salario. Ambas cosas están por verse. El año pasado se cerró con la heroica rebelión de la juventud y las masas de Chile. En estos días, el estallido social y político en el hepicentro económico y político internacional -los Estados Unidos- está marcando cuál es la perspectiva para la cual debemos prepararnos.
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