Se desenvuelve en estos días un nuevo proceso insurreccional en Haití, que ha desbordado a la Policía Nacional y amenaza la permanencia en el gobierno del derechista Jovenal Moise, respaldado por Trump.
Las protestas y piquetes, que llevan más de siete días, reclaman la renuncia del presidente. El gobierno ha respondido con una represión que ya dejó al menos nueve muertos. Se han producido también saqueos de comercios. La embajada canadiense cerró sus puertas y el gobierno yanqui ordenó la salida del país de todo su personal diplomático “no esencial”.
Las empobrecidas masas haitianas se encuentran golpeadas por la severa inflación y la devaluación de la moneda. A su vez, protestan contra la corrupción desembozada en la estatal Petrocaribe, que recibía combustibles a precios subsidiados por Cuba y Venezuela. Se estima un desvío de fondos multimillonario en la compañía en el curso de ocho años.
Las protestas que vive hoy Haití constituyen el cuarto levantamiento al hilo desde julio pasado. A pesar de su belicosidad, estos no pudieron quebrarle el espinazo al gobierno, que logró sobrevivir por el apoyo del imperialismo. El actual gobierno es un “producto autóctono” del proceso político inaugurado por los yanquis con el golpe comando que derrocó a Bertrand Aristide, en 2004.
Ante la envergadura de las nuevas protestas, Moise ha hecho un llamado al diálogo que por ahora ha caído en saco roto. Un sector de la oposición, en tanto, plantea un “gobierno de transición” (Resumen Latinoamericano, 15/2).
El imperialismo despliega en la zona las tropas invasoras de la Minijusth, la vieja Minustah que produjo una epidemia de cólera al verter aguas contaminadas en un río. Esa epidemia produjo 10 mil muertos y afectó en total a 800 mil personas. La fuerza invasora, como se sabe, fue impulsada por Estados Unidos y está integrada por representantes de todos los países latinoamericanos (incluidos en su momento los de Néstor Kirchner, Lula y Evo Morales), salvo Cuba y Venezuela, y ha sido acusada de los peores atropellos contra la población, incluidos asesinatos y violaciones. Los crímenes de los ocupantes llegaron a tal extremo que un general brasileño se suicidó.
También se han revelado en detalle que los fondos para la “reconstrucción” después del último terremoto fueron destinados a la construcción de grandes hoteles turísticos y zonas francas industriales donde se trabaja en condiciones de casi esclavitud, y destinan su producción a grandes pulpos como GAP, Levis y Walmart. Ahora se han hecho concesiones a mineras a cielo abierto que están culminando la destrucción física del país: sólo queda en Haití un 2 por ciento de su bosque original.
Además se incrementa el trabajo doméstico de niños (en su mayoría niñas): los llamados restavèks, unos 250 a 300 mil menores que trabajan en condiciones de esclavitud, no tienen acceso a la educación básica y son víctimas de abusos físicos y sexuales, cuando no se los envía directamente a las redes de trata o se los emplea en el tráfico de armas y de drogas.
Haití vive desde hace años en un estado de beligerancia permanente, siempre al borde de la guerra civil, pero no se ha desarrollado una dirección revolucionaria. La situación en ese país exige un frente continental de toda la izquierda en respaldo de los levantamientos de su pueblo, contra el golpismo en Venezuela, en la perspectiva estratégica de gobiernos obreros y campesinos y la unidad socialista de América Latina.
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