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El asalto al congreso inaugura el golpismo de estado en Estados Unidos

El miércoles 6, una turba de algunos miles de fascistas, numerosos de ellos armados, tomaron el control de Washington, la capital de Estados Unidos, y ocuparon en forma violenta las instalaciones del Congreso. El propósito fue bloquear la certificación de la victoria electoral de Biden y alterar el traspaso del mando presidencial previsto para el 20 de enero.

La acción fue impulsada por el presidente Trump, pero de ningún modo en soledad. En contraste con la represión que sufrieron, en marzo, pasado, los militantes del movimiento Black Lives Matter, cuando Trump se abrió paso para hablar por los medios de comunicación, esta vez gran parte de la policía encargada de la seguridad del Congreso habilitó el ingreso de la turba, e incluso se sacó ‘selfies’ con los intrusos. El Financial Times añade que Trump cuenta con un importante seguimiento entre las fuerzas de seguridad y los militares, como se verificó, por otra parte, en todos los actos de violencia racial del último año. Las bandas fascistas incursionaron en los despachos de los legisladores, que debieron refugiarse en espacios especialmente habilitados para episodios de emergencia. La alcaldesa de la ciudad declaró el toque de queda, en tanto que el secretario de Defensa y el jefe del Estado Mayor Conjunto llamaron en socorro a la Guardia Nacional. Si alguien hubiera querido describir en forma adecuada el epicentro de la crisis capitalista mundial, no hubiera imaginado mejor escenario – la capital del imperialismo internacional y su sede política. El desafío es, ahora, caracterizar estos acontecimientos y advertir sus proyecciones.

El desarrollo operativo de este golpe de estado, tiene su sello y método político. El propósito declarado fue postergar la certificación de la victoria de Biden, para que una comisión parlamentaria se encargue de investigar las alegaciones, por otra parte, infundadas, de fraude electoral que sostiene Trump. El jefe de esta operación es el senador Ted Cruz, de Texas, que había roto públicamente con Trump cuando éste irrumpió con expresiones descalificadoras hacia su esposa. Doce senadores y ciento cuarenta diputados republicanos avalaban la maniobra. A la prensa internacional no se le escapó el dato de que Nancy Pelosi, demócrata, promotora del juicio político a Trump, el año pasado, había sido reelecta presidenta de la Cámara de Representantes, con menos votos que en el mandato precedente. Existía la expectativa, además, de que los candidatos del partido republicano ganaran la segunda vuelta en Georgia, para instrumentar un mayor respaldo político. Trump se había comunicado con el gobernador del estado, para que declarara, fraude mediante, que Trump había ganado las elecciones presidenciales en ese distrito. El asalto al parlamento, el miércoles, fue cualquier cosa menos una improvisación. Conocedores de esta situación, una decena de ex secretarios de Defensa y ex jefes de estados mayores de las tres armas lanzaron una nueva advertencia pública contra el intento de sumar a las fuerzas armadas al golpe y reiteraron que debían obediencia a la Constitución, no al jefe de gobierno. La asonada contra el Congreso involucró, de los dos lados de la barricada, a las fuerzas decisivas del estado.

La reanudación de las sesiones del Congreso, luego del desalojo de la turba, y la certificación de la victoria de Biden, no atenuó la crisis política, sino que la ha agravado. En primer lugar, porque dejó a la vista la amplitud de las instituciones y funcionarios involucrados. Por sobre todo, sin embargo, porque plantea la cuestión de las sanciones políticas y penales a Trump y sus compinches, y la necesidad de una limpieza del aparato estatal. Fingir un retorno a la ‘normalidad’ dejaría a Biden, el presidente electo, como un gato muerto desde la misma inauguración de mandato. De otro lado, deja un espacio de dos semanas para el intento de nuevas provocaciones por parte de la camarilla de Trump, incluso un ataque armado contra Irán y la declaración de un estado de emergencia. Aunque a victoria de los dos candidatos demócratas, en Georgia, el martes pasado, deja al Senado bajo la mayoría precaria de ese partido, con el voto de desempate de la Vice-presidenta, y la renuncia de varios funcionarios del gabinete debilita a Trump, si el intento golpista no es castigado Trump podría ver en esos retrocesos una razón adicional para lanzar una aventura. Por último, la impunidad de Trump significa que la crisis política podría extenderse en el tiempo, de un lado bajo la presión de una crisis sanitaria enorme y de un desequilibrio económico sin precedentes, del otro lado por el incentivo que ofrecen las elecciones parlamentarias en sólo dos años.

El golpe de estado del miércoles no es tampoco una conspiración gestada en las dos últimas semanas. Trump ha buscado quedarse con la suma del poder público y gobernar por decreto desde que asumió. El trumpismo tampoco es, por su lado, un fenómeno fascistizante de data reciente – es la continuación y acentuación del proceso iniciado por el Tea Party, a finales del siglo pasado. El trabajo de topo de la decadencia del capitalismo se ha tomado todo su tiempo, y tampoco es un fenómeno nacional sino mundial. El imperialismo norteamericano es la mundialización del capital bajo una hegemonía concreta.

La gran prensa internacional reclama el derrocamiento inmediato de Trump y advierte a la burguesía norteamericana contra el peligro de la inacción. Esto potenciaría, obviamente, el conjunto de la crisis política, pero al menos ofrecería una vía de salida a ella, pondría la iniciativa política en el nuevo gobierno. Las vías para la destitución podrían ser la declaración de incapacidad política de Trump, por parte del mismo gabinete o del Congreso, o el ‘impeachment’ o juicio político. Esta última variante inhabilitaría a Trump, de 73 años, por vida. La inacción devolvería, en principio. la iniciativa política a Trump y daría mayor vuelo a las organizaciones fascistas. Del lado de la izquierda del partido demócrata no se ha planteado ni siquiera el llamado a una manifestación de masas en defensa de los derechos democráticos y en apoyo al derrocamiento constitucional de Trump. Los editores del Financial Times han advertido al establishment norteamericano que, con independencia de las dudas políticas que rodean la declaración de incapacidad o el juicio político, tiene planteada “una cuestión moral” – no puede dejar pasar un intento de golpe.

Si lo ocurrido fue un golpe a nivel de intención u otra cosa, desatará, claro, discusiones políticas, como las que produjeron los golpes contra Dilma Roussef, el paraguayo Lugo o Evo Morales. Trump no reunía las fuerzas, ni de lejos, para imponer la desautorización de las elecciones que consagraron a Biden, ni era su intención estratégica. Basta para hablar de golpe que haya pretendido dejar planteada la bandera de la ilegitimidad de Biden, para organizar una agitación política ulterior con ese eje. Los golpes no son solo aquellos que derrocan gobiernos sino también los que buscan preparar el terreno para eso. El bombardeo del 16 de junio de 1955 fue para precipitar el de septiembre, que se impuso con fuerzas inferiores a las del gobierno peronista, pero con la ventaja política de meter en esas fuerzas la convicción de la necesidad de poner fin a la crisis. El golpe del brigadier Capellini, en diciembre de 1975, empujó al golpe de marzo de 1976. En Alemania y en Japón, los golpes fracasados prepararon el terreno para Hitler y el gobierno militar nipón.

Lo que ocurre en Estados Unidos no es sino la expresión política concentrada de la mayor crisis en la historia del capitalismo mundial.

Jorge Altamira

Dirigente histórico del Partido Obrero (Argentina)

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