El domingo 20, el triunfo del Pacto Histórico que encabeza Petro fue garantizado por la unanimidad de la prensa como el primer acceso de la izquierda al gobierno. Se busca destacar, de este modo, la ocurrencia de una ruptura histórica. Visto desde este ángulo, las rupturas históricas se han sucedido en América Latina sin solución de continuidad: Lula, el primer obrero que llega a Presidente en Brasil e incluso en el mundo, aunque en compañía con el polaco Walesa; el chileno Boric y el ecuatoriano Correa, que no responden al espectro de partidos tradicionales (tampoco el salvadoreño Nayib Bukele); Hugo Chávez y también la hondureña Xiomara Castro. Estas rupturas históricas no torcieron la historia, aunque sus fracasos sí acentuaron la crisis de gobernabilidad de los Estados. En cierto modo, sirvieron para remodelar a la derecha, acentuando sus tendencias fascistizantes.
No hay duda de que la victoria de Petro constituye una expresión retaceada de las enormes rebeliones populares y huelgas generales de 2019 y 2021. Es, por lo tanto, el reflejo de esas luchas y del agotamiento imparable del régimen político del país y, al mismo tiempo, un recurso relativamente excepcional de contención. El peligro de que la derecha se impusiera en segunda vuelta por la unificación de sus votantes fue salvado por un incremento de la participación electoral, incluido un pasaje a la abstención de quienes votaron por la derecha en la primera vuelta. El saldo muestra una mayor disgregación política del espectro derechista, o sea, una declaración de incapacidad del polo derechista para gobernar Colombia. Esto quedó en evidencia en la misma campaña electoral, cuando el derrotado Hernández decidió confinar su campaña a Tik-Tok, no salir de su casa y confesar que no reúne condiciones para un debate electoral. Para los consultores de opinión pública, esto selló su derrota. La disgregación de la derecha se ha desarrollado desde el reemplazo de Uribe por Santos, que impulsó el desarme de las FARC con el apoyo del Congreso y el Poder Judicial.
Los observadores políticos han puesto su atención en la debilidad parlamentaria del Pacto Histórico, apenas veinte diputados, y la necesidad de llegar a compromisos de gobierno con sus rivales. El problema es más bien otro. Gustavo Petro ha evitado tomar partido por la OTAN, al menos abiertamente, en la presente guerra, a pesar de que Colombia la integra en la condición de aliado extra OTAN (como ocurrió con Argentina bajo Menem). El país es también la principal base militar del Comando Sur de los Estados Unidos. En la reciente ‘cumbre’, en Los Ángeles, Biden advirtió a los presidentes latinoamericanos sobre no llevar muy lejos los coqueteos comerciales y financieros con China. China es el objetivo fundamental de Estados Unidos en la guerra que ha provocado contra Rusia.
En el plano ‘doméstico’ las cuestiones que enfrenta Petro no son menores. Ha aludido, o sea, sin precisiones, a tres reformas –tributaria, previsional y agraria. La cuestión agraria es la decisiva, un asunto que se agrava por la conexión de los latifundistas con el narcotráfico y las fuerzas paramilitares. La historia de Colombia está signada por las guerras civiles causadas por la cuestión agraria. Gustavo Petro no tiene los recursos ni la intención de encarar la entrega de la tierra a los campesinos, lo que también implica una guerra civil contra el capital narco en el campo. Los asesinatos de luchadores no se han detenido nunca, aunque los medios no los contabilizan cuando elogian los procesos democráticos en Colombia. Petro ha rechazado la posibilidad de nacionalizar Ecopetrol, de modo que no contará siquiera con la renta petrolera que le podría deparar una etapa de precios altísimos. Ha reiterado que es partidario de “un capitalismo progresista” y que no tiene previstas nacionalizaciones. En cuanto al narcotráfico, es de suponer que se proponga seguir la política del mexicano López Obrador, bajo cuyo gobierno se han registrado los mayores índices de asesinatos, incluidos los femicidios masivos, por parte del negocio de la trata y de la explotación de la crisis migratoria. Consiste en llegar a un pacto no escrito de ‘moderación’ del negocio con los clanes del narcotráfico, por medio del alto comando militar, y tomar distancias de la DEA. La experiencia de México no es alentadora. Lo que es todavía menos alentador es que Colombia se incorpore con mayor fuerza a la crisis migratoria de América Central y el Caribe.
La victoria de Petro echa leña al fuego a las próximas elecciones brasileñas. Las fuerzas armadas de Brasil temen que el Cono Sur se tiña de rosado y que debilite la campaña de instalación de una poderosa comunidad del agro-negocio en la Amazonía, bajo la cobertura o pretexto de la ‘seguridad nacional’ -en una maniobra para contrarrestar las presiones de Biden y la Unión Europea, que proponen declararla ‘reserva natural’ de la humanidad, Bolsonaro busca devolver la vida al BRICS (Brasil, Rusia, China, Sudáfrica), al cual ha invitado a Argentina-. Colombia comparte la Amazonía con Brasil, Perú, Ecuador, Venezuela, una región donde Petro perdió el domingo pasado. Se abre un enorme escenario de conflicto en medio de la guerra contra Rusia y el asedio a China. El centroizquierdismo criollo no reúne las condiciones para hacer frente a esta nueva crisis de época del capitalismo imperialista.
El medio pelo político confunde esta crisis enorme y las victorias electorales de terceras partes izquierdistas con “polarización política”. Para que esto ocurra es necesario, sin embargo, que exista un polo revolucionario en el que se reconozcan las masas; el ascenso del marginalismo no es un sustituto. Las crisis políticas sucesivas que tienen lugar en América Latina tenderán a dar paso a gobiernos bonapartistas, incluso de carácter militar. Esto es particularmente posible en Colombia. La guerra imperialista en desarrollo es un poderoso acelerador político internacional.
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