Por Prensa Obrera.
Lamia, la empresa propietaria del avión que transportaba al equipo de fútbol brasileño Chapecoense fue fundada en Venezuela en 2009 –donde nunca voló– y ahora está asentada en Bolivia, donde recibió autorización para realizar vuelos chárter recién el año pasado. Sin embargo, se había convertido en “especialista” en el transporte de equipos y seleccionados de fútbol de toda la región, incluido el argentino.
British Aerospace, la empresa fabricante del avión que se cayó en Colombia, quebró en el año 2001. La aeronave que transportaba al Chapecoense había sido fabricada en 1999 y es de un tipo de avión que tuvo 13 accidentes con más de 200 muertos en el curso de su corta historia.
Resulta muy llamativo que una empresa boliviana, que cuenta con un solo avión, que hace muy poco fue creada y hace apenas poco más de un año que recibió autorización para volar, sea contratada por equipos y selecciones no solo de su país de origen, sino de la Argentina, Brasil y Paraguay, países que, al menos en los dos primeros casos, tienen flotas de aviones considerablemente más grandes y modernas que la de Bolivia.
Ninguna empresa de estas características (un año de vida y un solo avión) habría podido convertirse en una gerenciadora de viajes de equipos y selecciones de América latina sin que haya establecido previamente conexiones non sanctas con dirigentes de las asociaciones regionales (Conmebol) y de distintos países y equipos de la zona.
Esto, según explica al diario La Nación un dirigente de fútbol local, se debe a que “mientras otra empresa te cobra un vuelo u$s 100.000, Lamia lo ofrece por u$s 60.000”. Como en los negocios no hay milagro, el menor costo se paga con menores controles, menor mantenimiento, aviones más antiguos y, en definitiva, menor seguridad en vuelo.
Paguen los clubes o la Conmebol –en el caso del Chapecoense se trataba de un partido de la Confederación– la búsqueda de bajar costos (o maximizar ganancias, según como se lo mire) está directamente relacionada con una menor seguridad para los futbolistas, técnicos y, en este caso, de una veintena de periodistas.
El año pasado, el ómnibus que transportaba al plantel de Huracán –luego de un partido por la misma copa de la Conmebol– casi cae a un precipicio camino al aeropuerto de Caracas, tras quedarse sin frenos subiendo una cuesta. Sufrieron lesiones importantes varios jugadores y el accidente podía haber terminado en una tragedia similar a la actual si el conductor no lograba volcarlo y, así, detenerlo.
La Conmebol –y varias de las asociaciones de fútbol de la región, entre ellas la AFA– han sido sacudidas en los últimos años por hechos de corrupción que terminaron con varios dirigentes detenidos –entre ellos el entonces presidente de la Confederación y un par de argentinos–, con graves acusaciones por enriquecimiento, obviamente ilícito.
La FIFA, la Conmebol, la europea y, de manera creciente, la norteamericana, que puja por meterse en un negocio que genera miles de millones de dólares, así como los clubes más poderosos de todos los países, se han convertido, de derecho o de hecho, en verdaderas sociedades donde reinan las mafias.
La descomposición del negocio del fútbol, que en la Argentina se vive con gran actualidad (Fútbol para Todos, privatización y negocios millonarios) lleva a las mayores atrocidades. Esta, que sufrieron los jugadores, técnicos y periodistas que murieron en Colombia, es una de ellas.
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