Brasil atraviesa una catástrofe humanitaria que entrecruza todos los extremos de la crisis mundial. Tiene un récord de casi 13 millones de contagios y más de trescientas mil muertes. Durante la ´primera ola´, la pandemia convirtió al estado de Amazonas en un cementerio abierto y colapsó el sistema de salud en Río de Janeiro. Es lo que ocurre ahora en todo el país y especialmente en los ´estados ricos´ del sur – San Paulo, Santa Catarina y Río Grande do Sul; las calles de Florianópolis están completamente vacías, mientras crecen contagios y fallecimientos. Las filas de personas que esperan ser internadas en una UTI, la unidad de terapia integral, se aproxima a las diez mil – en tanto muchas de ellas van muriendo en la espera. En un país de casi 250 millones de habitantes, la vacunación no ha llegado al millón. Toda esta tragedia no es sino la conclusión inevitable de una gestión, que más que otras, ha estado presidida por una defensa a rajatablas de la acumulación capitalista. La política del gobierno de Bolsonaro, poblado de una mayoría de militares (6.000 ocupan cargos públicos), la anticipó, sin miramientos, hace un año, cuando comenzaba el flagelo, Jumior Durski, presidente del grupo Madero – “No podemos parar por cuenta de cinco o siete mil personas que van a morir”. El ´número´ es sesenta veces mayor.
El precipicio en que se hunde Brasil ha provocado la reacción, incluso de la camarilla bolsonarista – aunque hasta cierto punto. El flamante presidente de la Cámara de Diputados, Arthur Lira, que llegó a esa posición de la mano de Bolsonaro, entreabrió la puerta de un juicio político al Presidente. La advertencia de que se habían prendido “las luces amarillas” para la gestión política, forzó a Bolsonaro a reunir un Comité Federal para supervisar la marcha de la catástrofe sanitaria. Es un gesto apenas superficial, cuando la pugna política entre el Presidente y los gobernadores se encuentra en un punto de explosión. Bolsonaro no ha variado su oposición a las cuarentenas y los confinamientos, incluso parciales. Las instituciones y el personal de investigación y de salud libran una lucha desesperada para hacer frente al sabotaje político del gobierno. El Instituto Butanta, por ejemplo, ha anunciado avances considerables en el desarrollo de una vacuna propia. El Senado brasileño ha abierto otro frente de conflicto, al responsabilizar al canciller Ernesto Araujo por omisión en la compra de las vacunas aprobadas a nivel internacional. Araujo es un evangélico extremo, discípulo de un mentor del fascismo local, Antonio de Carvalho, un trumpista que reside en Estados Unidos. Se trata de una cofradía que ve en las vacunas la mano del anti-cristo y del comunismo internacional. Las versiones más firmes señalan para reemplazar a Araujo a un general del ejército, con lo que se tendría un gobierno militar presidido por Bolsonaro.
El fiel de la balanza, en esta crisis, está en manos de las Fuerzas Armadas, como ha venido ocurriendo desde el golpe que destituyó a Dilma Roussef y proscribió la candidatura de Lula a las elecciones de 2018. Descolla en la camarilla castrense el general Augusto Heleno, consejero de seguridad nacional, que fuera comandante en jefe de la Minustah, el ejército de ocupación de Haití, creado por Bill Clinton, secundado por un general argentino designado por el gobierno de Néstor Kirchner. En el día de ayer, Heleno advirtió contra cualquier intento de juicio político, lo que hay que interpretar como el temor de desatar una crisis política mayor en medio del peor momento de la pandemia en ascenso.
La intervención de Heleno debe entenderse también en el contexto de un desmoronamiento de la economía brasileña y de la política económica del Cavallo del país vecino, Paulo Guedes. Con una deuda pública equivalente al ciento por ciento del PBI, o más de un billón de dólares, el agujero fiscal crece a pesar de los ajustes brutales aplicados a la previsión social. Brasil cuenta, además, con una generosa deuda externa privada de un billón y medio de dólares. Las controversias supuestas entre Cristina Kirchner y el FMI son un juego de niños al lado de lo que anuncia el impasse económico, político y sanitario de Brasil. “La cuerda floja” (la corda bamba) subestima el momento presente brasileño.
Para el intelectual lulista Emir Sader, “El gobierno de Jair Bolsonaro ha terminado”. Como ocurre en general con Sader, omite decir cómo piensa que Brasil se deshaga de él. La afirmación de que el “principal proyecto” de Bolsonaro, “la reelección, está muy cuestionada”, apunta a una salida que deberá tener lugar a finales de 2022. Con este planteo, Sader queda más cuestionado que Bolsonaro, algo previsible a la luz de la trayectoria política del intelectual. El juicio político a Bolsonaro implicaría, sin embargo, la asunción del vice, Hamilton Mourao, otro personaje del alto escalón militar. La militarización del gobierno civil de Brasil quedaría completa.
Las aspiraciones distantes de Sader reflejan el impasse de Lula, que muy lejos de una salida para la catástrofe actual, está buscando el Alberto Fernández de un FdT para Brasil. Las peleas de camarillas excluirían, en principio, al ex gobernador de Ceará, Ciro Gomes, que fracasó en el intento de ocupar la candidatura que le fue impedida a Lula. No se puede excluir que el PT procure una alianza aún más a la derecha que la mencionada, lo cual significa que se abstendrá de cualquier acción independiente de las bancadas tradicionales y hasta de las bolsonaristas que ocupan el Congreso.
La crisis brasileña es la clave del futuro próximo de la crisis enorme que atraviesan los regímenes políticos y las sociedades en América Latina. En todos lados, en Chile, Bolivia, Ecuador, Venezuela, Perú se plantea la candente cuestión de un partido obrero independiente. La envergadura de la crisis presente amenaza con quebrar la envoltura pseudo-democrática de los estados del continente y abrir paso a golpes militares y guerras civiles. Constituye una prioridad para la vanguardia de la clase obrera debatir la catástrofe actual y los medios para intervenir en ella, para avanzar la salida de los explotados.
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