El libro de Silvia Federici, Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, ha despertado un comprensible interés en la medida que sus planteos tocan puntos sensibles de los debates sobre las perspectivas y el alcance de la movilización de las mujeres y su relación con el régimen capitalista. Rechazando la idea de un “patriarcado transhistórico” que habría permanecido como un factor condicionante de la posición de las mujeres a través de diferentes etapas históricas y para diferentes clases sociales, el libro es un esfuerzo por explicar la opresión de la mujer en la sociedad actual como un fenómeno estrictamente capitalista.
Ocurre que la “llamada acumulación originaria”, el período histórico en el cual el régimen capitalista se abre paso mediante la expropiación del campesinado a sangre y fuego, de la acumulación de capital a través de la esclavitud en las plantaciones, o de la violenta explotación de los indígenas en las minas del “nuevo mundo”, es también una etapa de genocidio contra la mujer. 100.000 mujeres, se estima, fueron quemadas en las hogueras de la caza de brujas, otras tantas fueron torturadas y estigmatizadas bajo los mismos cargos. ¿A qué se debió esta cacería?
La autora relaciona este fenómeno con la degradación de la condición social de las mujeres en el marco del ascenso del capitalismo. Para la vieja comunidad campesina, sostiene Federici, existía una unidad entre el proceso de producción de la vida social y el de reproducción, interviniendo la mujer en ambos. Bajo estas relaciones sociales, las mujeres controlaban el terreno específico de la reproducción, como parteras, comadronas, o incluso, de acuerdo a las creencias de la época, hechiceras.
El desarrollo del capitalismo, que condena a crecientes masas campesinas en la Europa moderna a la dependencia salarial, afecta especialmente al rol de las mujeres, que se ve degradado y reducido fundamentalmente al trabajo gratuito en la esfera de la reproducción, el trabajo doméstico. El trabajo doméstico gratuito de la mujer facilita la hiper explotación laboral masculina. Luego, sobre este fenómeno, se da la incorporación de la mujer al mercado de trabajo, pero manteniendo su rol en el hogar. Es el surgimiento de la doble opresión, la opresión de género como una palanca más de la explotación capitalista.
La degradación de la mujer afecta a todos los planos. El control de los nacimientos pasa a estar gradualmente en manos de “especialistas” médicos del Estado, se prohíben diferentes formas de control de la natalidad, incluido el aborto. La producción de la fuerza de trabajo exige el control estatal de la reproducción, que es un control del cuerpo de la mujer. No es casualidad que miles de mujeres fueran llevadas a la hoguera acusadas de diferentes formas de control de la natalidad o la población.
La degradación de la mujer es ligada a la expropiación del campesinado, asociada por Federici al resto de las formas de explotación extra económica propias de la acumulación originaria: la esclavitud de las plantaciones, la explotación de los indígenas en América, etc. En este terreno, el capitalismo nunca ha superado las condiciones de la acumulación originaria. Tanto en la opresión de la mujer, como en lo que hace a la desposesión del campesinado o el esclavismo: las formas brutales propias de la acumulación primitiva se desarrollan en forma acentuada en la etapa actual del capitalismo, que en cada etapa combina “la relación salario – no salario” como instrumento de divisiones al interior de la clase trabajadora, de acumulación y de hiper explotación laboral.
Sobre la base de estos fenómenos, la autora construye una imagen del desarrollo capitalista como un fenómeno exento de toda progresividad, a diferencia del marxismo, que valora el desarrollo de las fuerzas productivas, la división social del trabajo, el mercado mundial capitalista, y la quiebra de las viejas relaciones feudales como aspectos progresivos del desarrollo capitalista, en la medida que permiten sentar las premisas del socialismo.
Esta apreciación se relaciona con la tesis de que el desarrollo capitalista es un fenómeno “contra revolucionario” con relación a las rebeliones campesinas contra el feudalismo. Pero esta tesis solamente se puede sostener ignorando las revoluciones burguesas contra el feudalismo. Esto lleva a inconsistencias en el análisis, como considerar el siglo XVIII como aquel en el cual la clase dominante se “siente segura de su propio poder” (fin de la caza de brujas), cuando en realidad fue el siglo que incubó la mayor transformación revolucionaria del período, la Revolución Francesa.
De estas premisas se deriva un punto de vista de rechazo al capitalismo sobre la base de reivindicar viejas formas de vida comunitarias: un punto de vista que estuvo en boga en el auge de las corrientes autonomistas a fin de los años ’90. Estas experiencias políticas, en general, terminaron, en América Latina, en la integración a los gobiernos nacionalistas o pequeño burgueses de la década del 2000. Se pasó, así, de la utopía romántica a la colaboración de clases, en un período en el cual, más que nunca, la crisis mundial y la barbarie capitalista ponen a la orden del día la lucha por el socialismo.
Juan García